Fue tan sorpresivo como un rayo en cielo despejado. Ni él quería irse (nunca fue de ambiciones cortas) ni el retiro figuraba entre sus conveniencias (sobre todo, judiciales). La orden sólo pudo surgir del principal despacho de la Casa de Gobierno: el que ocupará hasta diciembre Cristina Kirchner. Quizá la explicación pueda resumirse en el objetivo de la Presidenta de tirar por la borda lastre electoral. Amado Boudou (otro que, como Milani, está comprometido ante los jueces) tampoco figuró en ninguna oferta electoral del oficialismo.
Hay, sin embargo, que buscar otras razones para esa guillotina inesperada. Dueño de la ambición política más grande que haya tenido un militar desde la restauración democrática, Milani no pensaba regresar a casa el 10 de diciembre. Había tejido lazos fuertes con Daniel Scioli, a quien le hacía conocer gran parte de los secretos de la política que atesoraba. A su lado, se aseguraba desde hace varias semanas que Milani continuaría en el cargo en un eventual gobierno de Scioli o, en el peor de los casos, sería jefe del Estado Mayor Conjunto, el cargo más alto de la estructura militar (aunque no el más poderoso).
Tampoco tenía problemas con Carlos Zannini, con quien llegó a tal grado de confianza que les permitía el tuteo. Era con Zannini con quien despachaba cotidianamente los asuntos del Ejército y, sobre todo, los que no son del Ejército: el espionaje interno.
Con Cristina se veía sólo de vez en cuando, porque sabía que a ella le llegaban los mensajes que le enviaba con su más confiable colaborador. Había logrado simpatizar con los principales dirigentes de La Cámpora (a quienes les prestó instalaciones del Ejército para hacer campaña electoral) y con las inadmisibles organizaciones de derechos humanos filokirchneristas.
A pesar de tanta movilidad política, Milani nunca se olvidó del Ejército. Había ganado la interna entre profesionales y políticos dentro de su fuerza. Es decir, triunfó en el generalato la decisión de volcar al Ejército hacia una fracción política (o, al menos, eso es lo que dicen algunos generales). Como un caudillo político, Milani solía recorrer los cuarteles para reunirse personalmente con oficiales y suboficiales. Los recibía de a uno por vez. Sólo diez o quince minutos. Suficiente tiempo para saber qué necesidades tenían o qué aspiraciones los empujaban. Tomaba notas en un cuaderno cualquiera mientras escuchaba. Resolvía la mayoría de los problemas. Así se fue ganando la simpatía de sus subordinados, aun cuando éstos empezaron discrepando con su compromiso político con el cristinismo.
El único costado de su confusa personalidad pública que no pudo resolver nunca fue el judicial. Perseguido por los jueces en Tucumán y La Rioja en causas por violaciones de los derechos humanos en la década del 70, también carga con una investigación judicial por enriquecimiento ilícito. Propietario de una casa que cuesta medio millón de dólares en el elegante barrio de La Horqueta, nunca pudo explicar cómo juntó el dinero para pagar semejante residencia. No viene de una familia con fortuna y su esposa no trabaja.
Sin embargo, el golpe más duro lo recibió con una reciente resolución del juez federal de Tucumán, Daniel Bejas, quien dio por auténtica el acta de deserción del soldado Alberto Ledo. Ledo desapareció en Tucumán en una noche de 1976 y nunca más se lo volvió a ver. Es un desaparecido. Estaba bajo el mando del entonces subteniente Milani en una época en que los soldados sospechados de simpatías con grupos extremistas eran asesinados de esa manera. El pretexto era la deserción. El acta de deserción de Ledo fue firmada por Milani. El ahora ex jefe del Ejército cuestionó ante el juez Bejas la autenticidad del acta (porque no era la original, sino una copia), pero el magistrado la declaró auténtica. La causa se complicó dramáticamente para Milani, que además sobrelleva otra investigación, ésta por torturas agravadas a Ramón Alfredo Olivera y su padre, en La Rioja.
El general político, que gastó tiempo y energías en conquistar el corazón del cristinismo primero y al sucesor consentido después, no es un hombre predispuesto a renunciar. Sobre todo cuando él había logrado elaborar un sofisticado sistema de espionaje interno para reemplazar a la ex SIDE. Eso sucedió cuando Cristina Kirchner empezó a desconfiar del jefe real del servicio de inteligencia oficial, Antonio Stiuso, mucho antes de que éste cayera definitivamente en desgracia, a fines del año pasado.
La desconfianza comenzó poco después de enero de 2013, cuando la Presidenta firmó el tratado con Irán para esclarecer el atentado contra la AMIA. Stiuso y sus espías saltaron hacia una posición duramente crítica de ese acuerdo, porque ellos fueron los principales arquitectos de la teoría de que el autor intelectual y financiero del atentado fue el gobierno de Irán. La ruptura total con Stiuso vendría mucho después, tras la extraña muerte del fiscal Alberto Nisman.
Mientras tanto, Milani, un oficial de inteligencia, preparó al espionaje del Ejército para servir en esos menesteres al poder político. Recibió importantísimos aportes del presupuesto nacional para la compra de sofisticados mecanismos tecnológicos de escuchas telefónicas, entre otras cosas tan oscuras como aquéllas. Es raro que la política argentina (con la excepción de Elisa Carrió) haya dejado pasar como si nada una decisión, el espionaje interno del Ejército, que viola dos leyes de la democracia argentina, la de defensa nacional y la de inteligencia. Ni Cristina ni Milani se preocuparon siquiera de desmentir las versiones que le atribuían al jefe del Ejército un enorme poder en la inteligencia interna.
Scioli se quedó sin un interlocutor privilegiado que le contaba los secretos de la cima del poder y de la política en general. ¿También es eso lo que buscó Cristina? ¿O eligió hacerles saber a Milani y al resto de los funcionarios que la lealtad con ella deberá ser absoluta hasta la misma mañana del 10 de diciembre? La salida de Milani le permite a la Presidenta, además, la oportunidad de nombrar a un nuevo jefe del Ejército y condicionar al próximo presidente, sobre todo si éste fuera Scioli. Sería difícil para Scioli relevar a un jefe militar con apenas cinco meses en el cargo. Las razones de la jefa, no importa cuáles hayan sido, han dejado al ex jefe a la intemperie: ningún juez se preocupa por la suerte de alguien que ya no está en el poder. A Milani lo aguarda un largo y repetido paseo por los pasillos de los tribunales.
Sea como sea, el cristinismo, unificado ya con el peronismo, podrá enfrentar las elecciones de agosto y de octubre sin el peso inexplicable de un general que espiaba a los argentinos. Y que debe responder ante los jueces por sus bienes y por su pasado, que lleva la carga de la tortura y la muerte.