Lo que no quedó en claro, sin embargo, fue la índole de su sorpresa. ¿Es que el general Milani había ascendido demasiado rápidamente en el escalafón militar antes de que la Presidenta cortara su carrera? ¿O es que su rápido ascenso había reactivado inquietantes recuerdos de nuestro propio pasado? En el subconsciente de los argentinos, ¿late todavía nuestro pasado militarista como una cicatriz que trae incómodas memorias y cuya subsistencia genera, por consiguiente, una intensa reacción de alarma cada vez que es puesta a prueba?
Si el militarismo fue una de nuestras enfermedades más graves, ¿en qué medida podríamos afirmar que ya nos hemos liberado de ella? El fuerte impacto del caso Milani, ¿qué demuestra en todo caso? ¿Que es sólo el recuerdo de algo que fue importante pero que ya no lo es, o que el viejo mal del militarismo, en definitiva, aún nos acompaña? El caso Milani, en suma, ¿es el renacimiento de un antiguo mal que, como tal, aún debería preocuparnos, o es apenas el resplandor fugaz de una enfermedad que, en el fondo, ya habíamos empezado a abandonar?
Nuestro país tardó mucho tiempo en asomarse a la normalidad democrática de la que ya gozan otros países vecinos. ¿Por qué hemos llegado tan tarde a esta cita continental? El hecho es que, aún con esta misteriosa tardanza, vamos llegando.
La sociedad argentina se asemeja al caso de un alcohólico que recién ayer dejó la bebida. Ya no bebe, pero hasta ayer bebió. Todavía es frágil, de cara a su antiguo vicio. Por eso no se podría decir que ya es completamente normal. Su normalidad está, todavía, prendida con alfileres. La Argentina está, todavía, a prueba. Es, aún, una nación adolescente. Quizás es por eso que nos intriga tanto. Quizás es por eso que somos y no somos, todavía, una verdadera nación.
Otros países han construido su grandeza a partir de los duros desafíos que han tenido que enfrentar. El nuestro, simplemente, no los ha tenido. Ni el clima ni los vecinos lo han perturbado. Cuando ha tenido problemas, ellos nacieron en su propio interior. Ahora bien, ¿puede ser un país feliz por ausencia de problemas? ¿Es peor tenerlos o no tenerlos?
Pero de estas reflexiones surge a lo mejor la alternativa más peligrosa de todas: que, en resumidas cuentas, no tengamos desafíos.
De esta conclusión provisoria surgen otras. Aquél que carece de desafíos de algún modo carece también de destino. Es difícil imaginar, en lo personal o en lo colectivo, una vida más vacía. Para las naciones guerreras, rodeadas como han estado por desafíos impostergables, no pudo haber al parecer un destino más duro que el de sus vecinos hostiles. Pero hay otras formas de hostilidad tanto o más severas; por ejemplo, la de las tierras yermas.
Hay que recordar aquí el juego de contrastes que propuso Arnold Toynbee con su binomio conceptual de "desafío y respuesta", válido para individuos y para naciones. Si el desafío es demasiado grande, tanto los individuos como las naciones sucumben. El problema opuesto se presenta cuando el desafío es demasiado pequeño.
¿Es éste el problema de la Argentina? Como nación y como individuos, ¿estamos "poco" desafiados? ¿La vida nos ha sido demasiado fácil?
Quizás habría que imaginar una situación intermedia, no sólo en lo personal sino también en lo colectivo. Imaginar un desafío severo pero soportable, que en consecuencia permitiera una vida esforzada pero llevadera. ¿Es ésta una ilusión vana, o puede realizarse?
Aquí las ilusiones podrían encontrarse con la doctrina del justo medio que imaginó Aristóteles a partir de la convicción de que no somos ángeles ni demonios. Simplemente, somos seres humanos. Éste es nuestro desafío. Ésta podría ser, finalmente, la medida de nuestra grandeza.