En el curso de las semanas por venir es probable que el kirchnerismo comience a develar uno de sus secretos mejor guardados en punto a estrategia electoral. Para mañana miércoles convocaron sus autoridades a tres distintas comisiones de la Cámara de Diputados de la Nación con el propósito de definir una cuestión clave: que las elecciones para representantes del Mercosur se substancien el mismo día que las presidencias, el último domingo de octubre del año próximo.
Cualquiera con un mínimo de sentido común político sabe que el solo hecho de la convocatoria abre el camino a la postulación de Cristina Fernández para integrar ese Parlamento regional, en caso de resultar electo. Algo que, de más está decirlo, debe darse por supuesto. Si la actual presidente decide seguir tal camino, sin despeinarse obtendrá una banca.
Ahora bien, de momento existe la hipótesis acerca no tanto de la vocación como de la necesidad de la viuda de Kirchner de encabezar la lista del Frente para la Victoria en los mencionados comicios regionales. Si finalmente acepta el desafío, el mismo le reportará a ella fueros y a su partido más votos de los que sumaría Daniel Scioli a nivel nacional. ¿Por qué? La respuesta es sencilla: como la Fernández es la mejor carta electoral del FPV, su impedimento para postularse a la Presidencia de la República y poder hallarse al tope de las boletas del FPV vendría a compensarse en razón de que su nombre —como primera candidata a diputada para el Mercosur— figuraría en todos los distritos del país.
El oficialismo no tiene apuro. Puede esperar todavía varios meses antes de elegir cuál es la táctica más conveniente. Aunque, a diferencia de la otra conjetura tejida en torno de jugar a su figura más preciada en la disputa legislativa bonaerense, ésta se halla exenta de inconvenientes mayores. Que Cristina Fernández acepte inscribir su nombre y apellido a la cabeza de la lista de diputados nacionales por la provincia de Buenos Aires, no es una mala idea en virtud de la necesidad de votos que tiene el FPV. En teoría la ecuación cierra bien. En la práctica las cosas no lucen tan sencillas ni lineales. Si el FPV ganase en el principal distrito electoral, todo marcharía a pedir de boca. Pero si el triunfo le fuese esquivo, ¿cómo quedaría posicionada la Señora? En cambio, su postulación a escala nacional en una lista para un Parlamento regional, sería distinta en términos de riesgos. Nunca estaría a cubierto de un traspié, eso es cierto. También lo es que, si lo sufriese, el precio a pagar sería mucho menor.
Como quiera que sea, parece haberse abierto el camino a los efectos de conseguir que Cristina quede a salvo de cualquier proceso judicial. Es que por efecto de su histórica subordinación al jefe del clan por ignorancia o por soberbia, la Señora ha sido poco prolija en el curso de estos años en el manejo de sus bienes. El juez Claudio Bonadío no ha inventado una causa de la nada ni ha escalado en su investigación por odio, despecho o venganza.
Sucede que hay aspectos de la realidad que no pueden ignorarse; basura que es imposible ocultar impunemente debajo de la alfombra, y datos que están en boca de todos y hablan por sí solos. Bonadío no ha sido un magistrado de suyo hostil a los Kirchner. Ni él ni ninguno de sus pares de Comodoro Py movieron un dedo en años pasados cuando se toparon con casos semejantes. O hicieron la vista gorda o fallaron en consonancia con los deseos del poder de turno.
Nadie, de toda la familia judicial, hubiese osado levantar una acusación semejante contra el santacruceño. Tampoco contra su mujer. Hasta que cambió la relación de fuerzas y el humor de la presidente.
Porque aun tomando en consideración la mengua del poder kirchnerista, otra hubiese sido la historia si desde la Casa Rosada no hubiesen cargado lanza en ristre en contra de la corporación judicial, como si fuese una enemiga acérrima del oficialismo. Dicho en términos diferentes: la reacción de Bonadío —a semejanza de la de Lijo o de la de Servini de Cubría— obedece básicamente a tres razones de índole distinta: la desprolijidad del gobierno, que les impide hacerse los distraídos; la pérdida del dominio K del Consejo de la Magistratura, que les otorga a los magistrados la seguridad de no ser removidos en menos de lo que canta un gallo; y, por último, la embestida de Balcarce 50 en dirección de ellos, que los terminó de convencer de que el kirchnerismo quería sus cabezas.
La guerra que se ha desatado no tiene vuelta atrás. Sólo un iluso o un ignorante se detendría a pensar en la posibilidad de una tregua entre los contendientes. De ahora en más, y hasta finales del año 2015, deberemos acostumbrarnos a una disputa sin cuartel en la cual el oficialismo se valdrá de todos los medios a su alcance para amenazar, extorsionar, difamar o destruir la reputación de los jueces considerados enemigos. Si para muestra vale un botón, véanse los cañones que han enderezado, de manera desfogada, a expensas de Bonadío.
El casus belli planteado es de tal envergadura que ninguno de los actores podría retroceder por voluntad propia sin suicidarse. Cómo imaginar a Bonadío desentendiéndose, de buenas a primeras, de una causa que lo lleva, indefectiblemente a toparse con la figura del lavado de dinero.
En la vereda de enfrente, cómo imaginar a una Cristina Fernández nerviosa y furiosa solicitando un compromiso de buena vecindad. Sobre todo ella, que sólo sabe redoblar la apuesta.
No hay conciliación posible y la puja recién está en sus estadios iniciales. Apenas hemos visto la punta de un iceberg, de dimensiones colosales, que cuando sea percibido en su totalidad meterá miedo. En el fondo, es una cuestión de tiempo. Tarde o temprano quedará al descubierto —acá o en las investigaciones que se llevan a cabo en los Estados Unidos— la vinculación delictiva de Lázaro Báez con alguno de los Kirchner. …¿Y entonces qué?
Si la constancia de esa relación espuria quedase a la vista antes de los comicios del año a punto de comenzar, el escenario sería uno, ciertamente distinto del que tendríamos delante nuestro si ello ocurriese luego de asumir el nuevo gobierno. Al ritmo que marchan las cosas, es imposible descartar el primero de los escenarios citados. En cuyo caso la postulación de Cristina Fernández al Parlamento del Mercosur ya no sería materia opinable. Pasaría a resultar una obligación, al mismo tiempo que importaría un agujero en la línea de flotación del candidato presidencial —sea Daniel Scioli o Florencio Randazzo— del Frente para la Victoria.
De momento, tanto al gobernador de la provincia de Buenos Aires como al ministro del interior —que parece no abrigar deseo alguno de bajarse de la carrera en la cual también están anotados Julián Domínguez, Sergio Urribarri y Agustín Rossi, entre otras figuras decorativas— les ha sido relativamente fácil evadir el tema de la corrupción, que corroe a la administración K. Pero conforme transcurra el tiempo, se acerquen los comicios, y el iceberg se torne visible, ni el periodismo ni la gente serán tan tolerantes. ¿Qué dirán cuando deban definirse?