Es cierto que todavía nadie medianamente importante en el seno del gobierno ha ensayado una teoría de carácter conspiracionista con el objeto de explicar las desventuras que, en estos días, aquejan a la administración presidida por Cristina Fernández.
Busca un chivo expiatorio al cual cargarle la responsabilidad de sus desgracias y al mismo tiempo, si lleva las de perder, intenta victimizarse. Claro que, bien miradas las cosas, ni falta hace que la presidente o el titular de la Secretaría Legal y Técnica o el ministro de Economía o algún otro capitoste por el estilo enarbole una explicación con base en el complot del capitalismo perverso y de sus aliados internos.
Al momento de aclarar las vicisitudes por las cuales atraviesan, todos ellos están convencidos de que hay un intento destituyente en puerta. Como son lineales en su manera de analizar los temas, no conciben que las decisiones de los dos magistrados, uno norteamericano y el otro criollo, que hoy los tienen contra las cuerdas y no les dan respiro, resulten fruto de la casualidad.
No hay indicios de que sean tan primarios como para suponer que Thomas Griesa y Ariel Lijo hayan llegado a un acuerdo secreto con el propósito de sincronizar sus fallos y poner al gobierno de rodillas. Los kirchneristas son incapaces de sacudirse de encima sus condicionamientos ideológicos, pero a tanto no llegan. Lo que sí piensan es que, por cuerdas separadas, uno y otro magistrado se han convertido en enemigos de su administración.
En realidad la cuestión no pasaría a mayores, y sólo se inscribiría en la lista de las groserías intelectuales del oficialismo, de no ser por el siguiente detalle: si quienes deben desarrollar una estrategia de cara al tema de los hold-outs y del procesamiento de un vicepresidente de la Nación se apegan a un razonamiento conspiracionista de semejante naturaleza, las conclusiones a las que pueden llegar y el curso de acción que eventualmente pueden tomar, no resultan temas menores.
De las tres opciones que se le presentan hoy al gobierno en el frente externo, habría que descartar, a priori, la posibilidad de que nuestro país honrase su deuda sin distingos; esto es, pagándole a los que entraron en la reestructuración y a los que quedaron fuera de ella, sin ningún tipo de negociación. En cuanto a las dos restantes, una es la favorita de los mercados y la que todos parecen descontar. En cuanto a la restante, nadie desea mencionarla siquiera aunque no debería dejarse de lado, como si fuera de otro planeta. Es poco probable, pero...
Si prima la racionalidad y el gobierno acepta que las reglas de empeñamiento no serán las suyas, esas con las cuales se ha acostumbrado a jugar durante los últimos diez año, sino las que fije Griesa, existen razones para ser optimistas. Básicamente porque los principales actores desean sentarse a una mesa común y tratar de solucionar el diferendo de la mejor manera posible.
El juez de Nueva York no es ni el títere de los así llamados fondos buitres ni un obcecado que pretende complicar las cosas y llevar a la Argentina al default. Se atiene a las leyes de su país y obra conforme a derecho.
La pregunta del millón, para variar, es la decisión de la presidente: ¿quiere negociar en serio o pretende dilatar las diferencias a la espera de un milagro? ¿Es consciente de los riesgos que enfrentará si patea el tablero o imagina que, a semejanza de lo que hizo su marido y ella en el pasado, una vez más puede salirse con la suya sin soportar castigo ninguno? ¿Tiene idea cabal de dónde esta parada o estima que la crisis del capitalismo está a la vuelta de la esquina y que las resoluciones del G–77 y la OEA van a meterle miedo al juez Griesa?
Más allá de la vocinglería de La Cámpora, de las parrafadas de Carta Abierta y de los artículos tremebundos de Página 12, el kirchnerismo que cuenta no come vidrio. Sólo que su reacción es impredecible. La lógica es que vertebre una salida del atolladero con base en un plan de pagos similar al de Repsol. Lo contrario sería envolverse en la bandera argentina, clamar contra los poderosos del mundo, victimizarse y marchar directo al precipicio dentro de 30 días.
A diferencia de lo que seguramente sucederá con la causa del vicepresidente, los tiempos de los hold–outs resultan perentorios y no hay geografía de escape o estrategia dilatoria que valga. Amado Boudou fue procesado por el juez de primera instancia y ello, malgrado lo que finalmente resuelva la Cámara Federal correspondiente y luego la Cámara de Casación Penal, supone un revés de proporciones para el oficialismo. Pero el camino, antes de que el segundo de Cristina Fernández se siente en el banquillo de los acusados, será largo.
En Nueva York, en cambio, no se andarán con vueltas. Entre otras razones porque el kirchnerismo ha hecho lo imposible para levantar sospechas respecto de su irresponsabilidad. Esperarán un mes para sellar un acuerdo o el país de los argentinos se hallará nuevamente al borde del abismo.