Es curioso ver cómo buena parte de la ciudadanía politizada —cuyas simpatías ideológicas decantan a favor de cualquiera de las banderías políticas antikirchneristas— critica de manera reiterada a la oposición y a sus principales representantes. Por contradictorio que parezca, los más enojados con la presunta inacción, desidia, timidez o irresponsabilidad de Mauricio Macri, Sergio Massa, Ernesto Sanz, Julio Cobos y Hermes Binner —por citar a los de mayor relevancia— son personas que, en general, los han votado y, casi con seguridad, volverán a hacerlo el año próximo.
¿Por qué, entonces, la disparidad entre una cosa y la otra? Por de pronto está el vicio intelectual de fundir y confundir a la Oposición —así, en singular y con mayúscula— con los opositores —en plural y con minúscula. Entre nosotros no hay tal cosa como la Oposición. En primer lugar, por la dispersión partidaria existente en estas playas.
No es fácil que —de buenas a primeras— radicales, peronistas, conservadores, nacionalistas, socialistas y otros segmentos ideológicos en los que pudiera pensarse vayan a deponer, sólo en razón de su fobia antikirchnerista, sus respectivas beligerancias para marchar unidos como si fuesen uno y lo mismo.
El segundo motivo se vincula con el hecho de que —a diferencia de los Estados Unidos o de Inglaterra, por ejemplo— aquí el bipartidismo no ha hecho pie. En aquellos países cualquiera sabe que la oposición a un gobierno demócrata, es el partido republicano; y a una administración laborista, los conservadores. Es claro que Macri no piensa igual a Cobos y éste no comulga necesariamente con Massa y el de Tigre poco o nada tiene que ver con Binner. Imaginarlos juntos y enderezar en su contra el argumento de que cuanto más separados se hallen más poder tendrá Cristina Fernández es, cuando menos, injusto.
En realidad, la crítica esconde la impotencia de tantos y tantos argentinos que no conciben cómo el kirchnerismo sea capaz de pasar por encima de sus contrincantes sin que estos atinen a desenvolver una estrategia conjunta.
En un país carente de instituciones sólidas y con una justicia en parte complaciente y en parte temerosa, ponerle coto a las arbitrariedades del Poder Ejecutivo es tarea poco menos que imposible. La viuda de Kichner es una mujer de carácter que no se anda con vueltas a la hora de ejercer el poder. Con la particularidad de que aún conserva la mayoría en las dos cámaras del Congreso Nacional. De lo anterior se sigue claro el por qué un régimen que está condenado a irse a su casa dentro de doce meses, actúa como si recién hubiese sido elegido y le quedasen por delante cuatro años de mandato. Si al unitarismo fiscal se le suma el dominio del Parlamento, es lógico que el kirchnerismo haga cuanto le viene en gana a su actual conductora. No hay límites que puedan imponérsele salvo el derivado de las urnas (2009 y 2013) y el de algunos pocos fallos judiciales.
Lo que distingue, en este aspecto, al kirchnerismo del menemismo no es la discrecionalidad del final de ciclo sino el grado de perversidad que abunda en aquél y nunca cuajó en éste. Eduardo Duhalde en su momento y Sergio Massa en octubre del año pasado fueron, respectivamente, los sepultureros de las ambiciones continuistas del riojano y de Cristina Fernández. Pero ninguno de los dos pudo evitar que quienes vieron clausurada la re–reelección se llamaran a silencio y abdicaran de su poder antes de tiempo. Carlos Menem gobernó en plenitud hasta el último de sus días en la Casa Rosada y se dio el gusto —que andando el tiempo tanto le costaría— de cascotear al candidato de Lomas de Zamora en su campaña electoral contra Fernando De la Rúa. Cristina Fernández hará otro tanto en punto a no bajar los brazos y a no delegar la responsabilidad del mando.
¿Qué está en condiciones de vertebrar, frente a tamaña asimetría de fuerzas, el arco opositor? Dejemos de lado las expresiones de deseo respecto de una unión fantasiosa y cuidémonos de pedirle más de lo que puede ofrecer. Distinto sería si la mujer que fue plebiscitada en octubre de 2011 hubiese entrado en pánico o quisiera administrar una transición consensuada.
Pero no es el caso. También sería diferente el panorama si careciese de mayorías parlamentarias. Pero lo contrario es cierto. Por lo tanto, ¿qué hacer? Hay un hecho que pasó casi desapercibido en las últimas semanas, sin antecedentes en nuestra historia contemporánea. Fue una primera coincidencia de los principales partidos del arco opositor acerca de las leyes que deberían ser derogadas cuando el kirchnerismo abandone el poder.
Hoy el massismo, el macrismo, el radicalismo, el socialismo y los seguidores de Elisa Carrió pueden tomar distancias —y generalmente lo hacen— de casi todos los proyectos de ley generados en el oficialismo con la seguridad, sin embargo, de que sus esfuerzos serán baldíos: a la hora de votar ganará el Frente para la Victoria tanto en la cámara baja como en la alta. Mañana, en cambio, desandar parte de lo andado está en la cabeza de Macri, Massa, Sanz y Carrió. Y ello al margen de sus diferencias en otros aspectos. Pero no se ha reducido sólo a esto su acción. Se han opuesto también a la designación de un quinto miembro en la Corte Suprema de Justicia que reemplazaría a Eugenio Zaffaroni. Como para lograrlo el oficialismo necesita los 2/3 de la cámara alta, le faltan nueve votos que el arco opositor no está dispuesto a facilitarle. Como puntapié inicial no está nada mal. Lo mejor es enemigo de lo bueno, reza el adagio castellano.