Está visto que, con el propósito de llegar de la mejor forma posible a octubre del año próximo, el oficialismo no ahorra esfuerzos. En ello lleva razón porque si acaso no pudiesecumplir Cristina Fernández el periodo completo para el cual fue electa hace 28 meses, sus sueños—y los de sus seguidores más fanáticos— de volver con la frente alta en 2019 deberían archivarse para siempre. Si, en cambio, acierta la presidente con las medidas que debe tomar, reencarrila la administración, se come todos los sapos que sean necesarios y llega a buen puerto, podrá seguir soñando longevidades en el poder.
Por eso, en el curso de la semana pasada y tras discutirlo con los únicos funcionarios que pueden acercarse y sentarse a su mesa para intercambiar ideas de cómo seguir —Carlos Zannini, Axel Kicillof y Juan Carlos Fábrega— Cristina Fernández lanzó cuanto podría denominarse, a falta de mejor definición, la segunda parte del ajuste en curso. Poco importa que se negara a llamarlo tarifazo. Lo único que cuenta, a esta altura, es la decisión de eliminar subsidios y de tratar de mejorar el estado de las cuentas públicas. Es cierto que el paso dado no alcanza, ni mucho menos, para reacomodar el zafarrancho fiscal de la década kirchnerista pero, así y todo, significa un sinceramiento realista.
Ahora, algo más calmados los mercados y lejos de aquellos augurios ominosos, lo que acaba de formalizar el oficialismo ratifica cuál será, de aquí en adelante, su derrotero. Es evidente que en la Casa Rosada han entendido que el ajuste puesto en marcha no admite marcha atrás ni dilaciones. Inclusive, si tuviesen que huir, deberían hacerlo hacia adelante.
Por vez primera, pues, el kirchnerismo ha descubierto —tras su fachada progresista, populista, distribucioncita, o como deseen calificarla, propios y extraños— el rostro que nunca antes quiso mostrar. Porque cuanto se avizora, en función de las medidas instrumentadas, es un escenario recesivo con inflación.
En semejante contexto, la campaña electoral de los candidatos anotados en la interna del Frente para la Victoria no será fácil. Los cálculos que deslizan las usinas ideológicas del gobierno, sus medios de prensa y los encuestadores adictos sitúan a cualquiera de aquellos —Scioli, Randazzo, Capitanich, Uribarri, Urtubey o el que fuese— en un piso de 25 %, producto no tanto de sus virtudes políticas como de un núcleo duro que el kirchnerismo conservaría intacto. Que ésa sea la intención de voto, prescindiendo de considerar quién encabece a nivel nacional la boleta partidaria, no resiste el menor análisis.
Cuando faltan todavía 18 meses para que se substancien los comicios presidenciales, no hay un solo relevamiento medianamente creíble que permita convalidar la premisa mayor del razonamiento K. Sólo Daniel Scioli, en la última medición seria conocida —la de Raúl Aragón— alcanza 19,6 %. Once puntos detrás de Sergio Massa y sólo seis por delante de Mauricio Macri.
Con esta particularidad: si se incluye a Florencio Randazzo, el ex–intendente de Tigre mantiene el 30,6 % y el jefe de la ciudad de Buenos Aires conserva el 13,2 %.
El gobernador bonaerense, inversamente, retrocede al 13,4 % y empata con Macri. De su lado, el actual ministro del Interior cosecha un nada despreciable 6,2 %.
Dado que hay un año y medio por delante y nos encaminamos —a pasos acelerados— a una situación recesiva e inflacionaria al mismo tiempo, quienes más van a sufrir el mal humor de los votantes serán aquellos con mayor responsabilidad en la ejecución de las políticas públicas implementadas, o sea, los representantes del gobierno nacional, en primera instancia, y, después, cualquiera con funciones ejecutivas, aunque no pertenezca al FPV. Al respecto, los peor rankeados son los K, en sus diversas versiones. El mejor posicionado es Massa y en el medio queda Mauricio Macri.
Pero de la encuesta traída a comento hay otro dato de relevancia que no hace sino confirmar cuanto venía insinuándose desde las PASO: la caída leve pero continua del mandatario con sede en La Plata y el crecimiento también sostenido, y tenue a la vez, del ex–presidente de Boca Juniors, siempre en términos de las respectivas intenciones de voto. Scioli no ha perdido su coraza de amianto; pero perdió la de Munich y debe conformarse con una fabricada en Carupá.
El bonaerense tiene que lidiar en tres frentes abiertos sin descanso: por un lado, con los habitantes de una provincia colapsada; en segundo término con Balcarce 50, que —entre sonrisas tramposas— no deja de considerarlo un extraño poco confiable; y, por último, con Florencio Randazzo, cuya trepada en las encuestas venía siendo materia de análisis referido a cuanto podía suceder en un distrito —el mayor del país— en el cual ninguno de los tres principales presidenciables del momento —Sergio Massa, Daniel Scioli y Mauricio Macri— tiene un candidato a gobernador. El titular de la cartera política medía bien en Buenos Aires, desde hacía meses. La novedad es que —a diferencia de Capitanich, Urribarri, Urtubey o Domínguez— no hace mal papel cuando su nombre se mezcla con los ya consagrados a nivel nacional.
Como las especulaciones —algunas de ellas antojadizas y hasta ridículas; otras, en cambio, sensatas— están a la orden del día respecto a qué le conviene al kirchnerismo que suceda en octubre del 2015, y a quién va a apoyar —sabiéndose sin chances de terciar en la disputa—, dejamos planteada la pregunta: ¿Scioli o Randazzo? Así como no está escrito que Cristina Fernández —como aseguran muchos— vaya a inclinarse por Macri con tal de cortarle el paso a Massa, tampoco se sabe a quién decidirá bendecir en la interna propia. Ni Scioli ni Randazzo pertenecen a su riñón.