Como no podía ser menos, la serie de autoacuartelamientos de las diferentes policías provinciales, comenzada en Córdoba y luego extendida, sin solución de continuidad, a cuantos menos ocho estados más, dio lugar a una teoría conspirativa que circuló por algunos despachos gubernamentales e inclusive llegó a la Quinta de Olivos. Si bien, en principio, no pasó a mayores y fue descartada tanto por la presidente como por el jefe de Gabinete, en una segunda instancia, conforme se agigantó la crisis, el gobierno la hizo suya. Lo cual demuestra el grado de paranoia que, al final de ciclo, anida en los penetrales del kirchnerismo, según afirmó Massot y Monteverde en su informe político semanal.

En realidad, la seguidilla de reclamos de esas fuerzas de seguridad tuvo un mismo motivo salarial. Pero, con seguridad, no se hubiesen continuado uno a otro, como eslabones encadenados, de no haber hecho punta los cordobeses. Se podría decir pues, sin temor a errar, que no hubo complot alguno; lo que hubo fue contagio. Con una particularidad que ayudó a quienes alzaron la voz, desafiantes, en Catamarca y La Rioja, Neuquén y Río Negro, Buenos Aires y Chaco, Santa Fe y Chubut, a imitar a sus pares mediterráneos con la certeza de que ganarían la pulseada y le torcerían el brazo a sus gobernadores, a semejanza de lo que había sucedido con José Manuel de la Sota.

Todo comenzó con una pifia de De la Sota y una peligrosa aunque predecible respuesta del kirchnerismo. El gobernador que, con tan cómoda ventaja, venia de triunfar en las elecciones de octubre, o bien se durmió en los laureles o bien su sistema de inteligencia no le sirvió de nada.

De lo contrario no puede entenderse como un político avezado en estas lides pudo haberse ausentado justo en ese momento. Y, si no tenía la menor idea de cuánto se estaba gestando, resulta inconcebible que haya reaccionado tan tarde y tan mal frente al estallido. Por su parte a Capitanich se le quemaron los papeles. Dio la sensación de que la crisis se le escapó, enteramente, de las manos. Si hubiera sido por él, habría enviado la Gendarmería. Pero los planes de la Casa Rosada eran otros. Era necesario hacerle morder el freno a De la Sota y hacerle saber que su oposición frontal a Cristina Fernández le costaría caro.

Lo más significativo del episodio es que pudo alcanzar topes más graves sin que nadie atinase a recomponer, en Córdoba, el quicio perdido. Ausente por completo la policía de las calles, sucedió lo que, de ordinario, acontece en cualquier lugar donde de pronto, como sea, producto de un terremoto o de un tsunami, de una huelga de quienes deben preservar el orden o de una guerra civil, se vuelve al estado de naturaleza, en clave hobbesiana. La excepción a esta regla, que parece no conocer fronteras, la constituyó Japón.

Con posterioridad a la última catástrofe que sufrió, resultó proverbial el comportamiento de sus habitantes. Nadie aprovechó el flagelo sufrido para asaltar comercios o robar domicilios particulares.

Es dable preguntarse por qué el gobierno nacional decidió jugar con fuego. Después de todo, si deseaba escarmentar a De la Sota pecó por exceso. El mandatario mediterráneo comenzó a pagar un precio alto a partir del instante en que se produjo el amotinamiento y resultó evidente que, sin el concurso del Poder Ejecutivo nacional, su impotencia era absoluta. Hubiera bastado ordenar la intervención de la Gendarmería y explicar que lo sucedido se debía a la incompetencia del gobernador, para lograr cuanto quería la presidente.

Capitanich quedó como un inútil que especuló, por razones de mezquindad política, con la vida y los bienes de las personas, y si bien el caos no escaló hasta llegar a extremos inimaginables, al kirchnerismo el tiro le salió por la culata. Asimismo, quedó al descubierto que el jefe de Gabinete, hasta aquí tan seguro de sí mismo y con propensión a sobreactuar su poder y su importancia, era igual a sus predecesores en el cargo: un peón más de los Kirchner.

Ahora las cosas han empeorado sensiblemente y las consecuencias, que están a la vista, nos eximen de mayores comentarios. La rebelión de la Gendarmería nunca se habría salido de cauce porque, de resultas de su actitud, Buenos Aires no iba a quedar a merced de los saqueadores. No iba a haber ni podía haber muertos, heridos y robos. En las provincias, en cambio, si falta la policía, reina el desquicio. Por lo tanto, el conflicto, si nadie es capaz de ponerle un límite, trasparenta la debilidad de los estados provinciales y, al mismo tiempo, del estado nacional.

Cuánto tiempo transcurrirá antes que otros gremios, estatales y privados, sin distinción, saquen las debidas conclusiones de lo que ya ha sucedido y decidan obrar en consecuencia. Esto es, si a los policías se les concedió aumentos salariales, por qué no solicitar otro tanto en beneficio propio. Se ha abierto la caja de Pandora y los pedidos de aumentos, de ahora en más, crecerán exponencialmente. El pacto de precios y salarios, que venía anunciando el Gobierno, nacerá muerto.

Se conjugan, al mismo tiempo, tres fenómenos peligrosos: una extendida recusación de la autoridad en todas sus formas, que no es nueva; el malestar social que, en los grandes centros urbanos, puede adoptar formas beligerantes, y la situación económica, extremadamente delicada, por la que atraviesa el país. Si a esto se le suma la conclusión excluyente de los acontecimientos que sacuden al país: que la impunidad paga, no sería de extrañar un verano caliente en términos políticos.

¿Se da cuenta el gobierno de que tan seria es la situación? Por momentos daría la impresión de que sí y hace lo que puede. En otras, inversamente, actúa como si nada pasase. Abre, por un lado, canales de comunicación que por propia voluntad había obturado antes, con el FMI, el CIADI y distintos organismos internacionales; pero, por el otro, se niega en redondo a aceptar la existencia de la inflación. En un arranque de histeria le niega efectivos a De la Sota. Luego parece volver sobre sus pasos y dispone que marchen a diversas provincias en problemas, miles de gendarmes. Hoy obra en una dirección y mañana toma el camino contrario.