Corría el año 2007. Todavía no se había substanciado las elecciones presidenciales que consagrarían presidente a Cristina Fernández pero todos descontaban, con razón, su triunfo.
Las especulaciones que entonces corrieron como reguero de pólvora respecto de qué tan distinta sería la gestión de ella, cuando asumiese sus nuevas responsabilidades, comparada con la del santacruceño, se hacían sin solución de continuidad. Al extremo de que disentir con lo que pasó a ser un dogma de fe, lucía políticamente incorrecto. A estar a esos pronósticos la señora inauguraría una nueva etapa, diferente en términos de respeto a las instituciones, apertura al mundo y dialogo con el arco opositor, a la de Néstor Kirchner que no había podido vertebrar en sus primeros años de gobierno, según el último informe de los analistas políticos Massot y Monteverde.
No se requería ser adivino para darse cuenta de que existían dos razones elementales por las que no habría ningún cambio de consideración: la escasa, si acaso alguna, libertad de maniobra que tendría la recién llegada a la Casa Rosada y la índole ideológica de la Fernández, férreamente atenazada por unas convicciones que eran la antítesis de cuanto pregonaban los bienpensantes de turno.
A raíz de la llegada de Jorge Capitanich y Alex Kicillof al gabinete, una vez más se han tejido un sinfín de hipótesis que van desde una presunta delegación del poder de la presidente en beneficio de los flamantes jefe de Gabinete y ministro de Economía, hasta un avance indisimulado de la estructura del partido justicialista, en desmedro del kirchnerismo puro y duro. Esto por un lado. Desde la vereda K lo que han respondido sus usinas y plumas más representativas es que lo que ocurrió fue algo por completo diferente: el Frente Para la Victora, según ellos, se consolidó como la primera fuerza política del país, la ley de Medios salió de la Corte como quería el gobierno y Cristina volvió con todo su brío, obró un cambio de gabinete y retomó la iniciativa.
¿Quién lleva razón, aquellos analistas sesudos que, en términos generales, siempre juegan al empate o los enragés kirchneristas? Los primeros en razón de que vuelven a equivocarse tomando una serie de accidentes como si fueran la esencia de la cuestión. Los segundos porque no tratan de analizar la realidad sino de mantener en pie un relato que luce desvencijado y ajado por el paso del tiempo y el peso de la reciente derrota.
Digamos las cosas como son, sin concesiones ni a nuestros más hondos deseos ni a nuestras convicciones ideológicas: Cristina Fernández no hizo ninguna delegación de su poder porque ello contraria su naturaleza. Si bien ha dejado jirones de su integridad en el lance electoral del pasado 27 de octubre, tampoco vayamos a creer que se le acabó la cuerda.
Necesitaba introducir modificaciones en el cuerpo de colaboradores más visible y expuesto de cualquier administración política: el gabinete nacional.
Pensar que, de buenas a primeras, se desentendió de fijar las líneas directrices de su gobierno, dejando tamaña responsabilidad en manos de Capitanich y de Kiciloff, supone un error grosero. Si bien retomó el control del gobierno que, en los cuarenta días que faltó se convirtió en un reino de taifas, su protagonismo, cuando menos en los próximos meses, no será el mismo. Es muy posible que ya no tenga ganas de hablar, hasta por los codos, tomando de rehén a la cadena nacional. Y sabemos que deberá reducir a nada los viajes en avión. Claro que de ahí a considerar que debió convocar a Capitanich o que, de ahora en mas, deberá escuchar a los gobernadores y barones del peronismo cual si fuesen sus pares, hay una distancia considerable.
Se fueron Moreno, Abal Medina, Lorenzino y Marco del Pont e ingresan Capitanich, Kiciloff y Fábrega, entre otros, porque era menester renovarse e intentar, de esta manera, con una cuota de poder reducida después de los resultados del 27 de octubre, timonear una transición que se presenta difícil en virtud de aquella sabia enseñanza: “Uno puede hacer lo que le venga en gana en materia económica, pero luego es menester asumir las consecuencias". El kirchnerismo gobernó el país y la economía como si el viento de cola y los precios de la soja que halló el santacruceño, en 2003, fuesen eternos. No era así y el modelo que forjaron Néstor y Cristina, Cristina y Néstor, hoy hace agua por los cuatro costados.
No hay catástrofe a la vuelta de la esquina, pero si la Fernández desea llegar a 2015 medianamente compuesta y no en harapos, debe cambiar la dirección de las velas. La tarea no es sencilla por tres razones: el tiempo es escaso, el poder del gobierno está astillado y todavía, si acaso trabajase día, tarde y noche, y, al mismo tiempo, fuese capaz —ella, Capitanich y Kicillof— de reacomodarse y generar un mínimo de confianza en los mercados, quedaría por ver cuál es la intención y la convicción de la presidente respecto de introducir no retoques sino modificaciones de fondo en una partitura que no sirve más.
¿Querrán? Y si quieren, ¿podrán? En buena medida, de la respuesta a estas dos preguntas dependerá la suerte del gobierno y la posibilidad de armar, en el curso de los dos años por venir, una variante decorosa de cuanto terminó el 27 de octubre. El kirchnerismo está muerto en punto a continuar en el poder más allá de 2015. No lo está en términos de la gobernabilidad. Pero para terminar el mandato y ser capaz de generar una opción neokirchnerista, Capitanich y Kiciloff deben tener éxito. De lo contrario, la sombra de una Asamblea Legislativa comenzará a recortarse en el horizonte.