La irrupción de Axel Kicilloff y de Jorge Capitanich en el seno del gabinete nacional, y el paso al costado de Guillermo Moreno, admiten, por supuesto, distintas miradas o lecturas.
Hay quienes han puesto el acento en el origen ideológico y partidario de uno y otro distinguiendo, en tal sentido, el carácter camporista del flamante ministro de Economía respecto del ascendiente ortodoxamente peronista del chaqueño. Otros pusieron la lupa en el hecho de que la señora hubiera escogido, de los presidenciables en danza, a quien antes había acompañado a Eduardo Duhalde en esa misma función y luego demostrara una lealtad a toda prueba, suscribiendo las políticas más osadas y discrecionales de la Casa Rosada en estos diez años: el embate contra el campo en 2008 y la embestida contra Clarín.
No faltaron, por fin, aquellos analistas que dividieron la decisión adoptada por Cristina Fernández y apuntaron a que, mientras el nuevo titular de Hacienda llega para reacomodar un modelo que necesita algo más que chapa y pintura, el sucesor de Juan Manuel Abal Medina fue puesto allí para timonear la transición con el grueso del PJ, del cual Capitanich es un interlocutor privilegiado.
En cuanto al desplazamiento de Guillermo Moreno, que en otras circunstancias podría atribuirse a un súbito reconocimiento de la presidente acerca de la necesidad de cambiar el rumbo de su administración y dejar de lado a quien fue, sin duda, el más funcional de sus funcionarios, en este contexto no hay razones para tamaña interpretación. El polémico secretario no se va a Roma porque el intervencionismo económico haya dejado de figurar en la agenda gubernamental. Lo hace pura y exclusivamente en virtud del desgaste sufrido después de una década de peleas y aprietes.
Como quiera que sea, se marcharon Hernán Lorenzino y Abal Medina e hicieron su ingreso dos kirchneristas que nadie sabe bien si habrán de congeniar o dirimir supremacías desde un primer momento. ¿Por qué? Porque si bien son viejos conocidos desde mucho antes de hacer sus primeras armas en la política, ahora van a tener que consensuar un curso de acción que no es fácil y en cuya consecución pueden disentir seriamente.
El chaqueño va a asumir con una autoridad que, al menos en teoría, debería ser suficiente para que, en caso de plantearse diferencias, su subordinado acepte plegarse a la decisión del jefe de gabinete.
Salvo, claro, que el venido de Resistencia opte por no meterse en honduras económicas y deje a Kicilloff hacer y deshacer a gusto y gana. Que, después de todo, es el escenario más probable. El jefe de gabinete sabe con los bueyes que ara y difícilmente se le escape la verdadera relación de fuerzas existente en el gabinete. Más aun, en la actual administración.
En realidad, al margen de los cargos y de las funciones que tenga cada uno, desde el momento en el cual Néstor Kirchner asumió, en mayo del año 2003, y hasta hoy, si alguien ha hecho las veces de Gran Visir o de eminencia gris o de virtual primer ministro, ese hombre ha sido Carlos Zannini. De modo tal que especular respecto de los alcances del nombramiento de Capitanich para deducir de allí eventuales rumbos que podría tomar el gobierno en consonancia con los pareceres del chaqueño, es perder el tiempo.
De los dos, el que tiene verdadera importancia es el del nuevo ministro de Economía. No necesariamente en virtud de sus convicciones heterodoxas sino de la confianza que ha depositado en él una Cristina Fernández que, a semejanza de todos los presidentes de la República Argentina de las últimas décadas, de economía no sabe nada. Este último dato no es menor ni mucho menos.
Cambios habrá, sin duda. Pero así como es conveniente descartar de antemano los pronósticos tremendistas, también hay que olvidarse de la posibilidad de una modificación radical del modelo para reencauzarlo en clave ortodoxa. Expresado sin tecnicismos: Cristina Fernández y Axel Kicilloff no piensan socializar ni siquiera una maceta. Sí en estatizar; y en ajustar, nada.
Como no están ya en capacidad de ir por todo, cuál era su deseo, han adoptado un plan alternativo de mínima: asegurar la gobernabilidad para llegar en tiempo y forma a 2015 con un margen de maniobra que les permita tener voz y voto en la pelea de los presidenciables. Si bien se analizan las designaciones recientes no trasparentan el anhelo de quemar las naves sino de preparar el camino que lleve al kirchnerismo residual al mejor puerto posible.