Cuando semanas atrás el país se enteró, de la noche a la mañana, que Cristina Fernández debía ser sometida a una intervención quirúrgica de urgencia, los rumores y las conjeturas respecto de la índole de su dolencia y de las eventuales consecuencias que la misma podía traerle aparejadas, resultaron infinitos. En realidad, como el cuadro no era de extrema gravedad, correspondía hacerse una única pregunta que hoy, al momento de saber que la presidente volverá a Balcarce 50 el próximo lunes, tiene tanta o más vigencia que entonces. Es esta: ¿cómo vuelve de su operación?

El interrogante, así planteado, puede llamar a engaño y hacernos creer que sólo importa su estado de salud y no otros aspectos. Sin embargo, tan trascendente como la recuperación y evolución física y psíquica de la viuda de Kichner, será el espacio de maniobra con el que cuente para desarrollar, en lo que le queda del mandato, una política de ajuste o una de derroche, afirman los analistas políticos Massot y Monteverde en su informe semanal.

El regreso de la señora a escena no será triunfal, precisamente. Al llegar a la Casa Rosada el lunes y ser saludada por los granaderos de guardia, hallará un país no muy distinto del que existía al instante de internarse pero, eso sí, con una relación de fuerzas que, por vez primera, le será desfavorable no respecto del arco opositor sino comparada con la que existía antes del 11 de agosto.

Los actores serán los mismos y también las asignaturas pendientes. En cambio, habrá cambiado para siempre, de aquí y hasta diciembre de 2015, el margen de acción de la actual administración para fijar la agenda política y definir el curso a seguir en punto a la cosa pública.

El sábado 10 de agosto Cristina Fernández, aún devaluada, era dueña de una cuota de poder que comenzó a escurrírsele, como agua entre los dedos, veinticuatro horas después, cuando quedó al descubierto, sin derecho a apelación, el resultado de las PASO. El sueño oficialista de un virtual empate técnico desapareció en menos de lo que canta un gallo. El domingo 11 a la noche fue claro que no habría ni reforma de la Constitución ni planes reeleccionistas.

Pero el deterioro del gobierno no terminó ahí. Con posterioridad al 27 de octubre, la autoridad de la presidente siguió desflecándose de tal manera que, al comparar su situación actual con la de septiembre, la pérdida luce inmensa. No en términos de diputados y senadores, de gobernadores o intendentes que todavía le son adictos sino en términos de lo que puede o no hacer la Casa Rosada. No ha perdido toda la capacidad de gobernar ni luce impotente. Afirmarlo sería una tontería. Sin embargo, carece de la fuerza de antaño. Ya no puede pasar por sobre sus adversarios y enemigos como si fuesen alambre caído ni puede tampoco imponer su voluntad de manera absoluta.

Se trata de determinar si el Frente para la Victoria y, en última instancia, Cristina Fernández, tendrán el margen de autonomía necesario a los efectos de ensayar una receta de ajuste, aunque no la denominen de esa manera por temor al qué dirán. O para, en su defecto, incendiar el país.

A medida que transcurre el tiempo y crece el gasto público, se agiganta el déficit fiscal, merman las reservas y la inflación campea a sus anchas, la necesidad de un cambio de rumbo cuyo propósito sea el de corregir errores y abandonar las medidas dirigistas se vuelve imperiosa.

Así como, por muchos que hayan sido los cuidados de sus hijos y de sus íntimos para evitarle a la presidente sinsabores y dolores de cabeza, los resultados de las elecciones recientes no pudieron ocultársele, de la misma manera el rumbo de colisión que lleva la macroeconomía salta a la vista de quien desee verla.

Se le presentan, al respecto, dos caminos diametralmente opuestos y un hibrido en el medio: o ajusta o se radicaliza o bien no cambia nada y sigue como si todo estuviese bien, y viviésemos en la Argentina de 2007. Claro que para conducirse por cualquiera de las dos sendas mencionadas en primer término, le haría falta al gobierno una fuerza de la que hoy carece, golpeado como está y con un acta de defunción a cuestas.

Los planes de ajuste que, a semejanza de una operación, son en principio dolorosos, requieren gobiernos fuertes, no débiles, para ponerlos en la práctica y para mantenerlos vigentes a pesar de los reclamos sindicales, las tensiones sociales y las críticas de algunos de sus seguidores.

Enjugar el déficit y poner en caja los desbordes a los cuales ha conducido la política instrumentada en los últimos diez años por el kirchnerismo no sólo piden a gritos una acendrada convicción en punto a su conveniencia  sino comodidad y fuerza para moverse y mantener con firmeza el timón en medio de una tempestad. Aun si Cristina Fernández estuviese dispuesta a borrar con el dedo cuanto ha escrito con la mano, se hallaría en una situación en extremo complicada para ensayar una receta de este tipo. Básicamente porque requeriría una dosis de poder inexistente a los efectos de soportar los antagonismos que generaría.

Supongamos un segundo escenario: que, fiel a sí misma, intentase la política opuesta y lanzase un programa chavista, por llamarlo de alguna manera. En cuanto al margen de maniobra que tendría, se enfrentaría a problemas similares a los expuestos más arriba. Representaría un salto al vacío en razón de que, para vertebrar un plan cerradamente intervencionista y dirigista en su esencia, la condición necesaria es contar con un peso especifico a prueba de balas. De lo contrario el caos arrasaría con la economía y también con el gobierno.

Esto nos lleva a la hipótesis tercera: la de un ensayo híbrido que consista en afeites y retoques tendientes a modificar formas con el propósito de que todo siga igual. Una suerte de gatopardismo administrado por Kiciloff y Moreno. Esta salida tendría dos ventajas tratándose del kirchnerismo: por un lado, es la receta aplicada hasta ahora y, por lo tanto, no habría que cambiar de caballo en medio del río; por el otro, para sostenerla bastaría con el poder que conserva. La cuestión es si el libreto de ni chicha ni limonada aguanta, de aquí a 2015.