"Nos acostumbramos a la farsa y a la prepotencia; la argentina es una sociedad moral y políticamente quebrada y dedicada a la comedia", señaló con precisión Jorge Fernández Díaz en las páginas de este diario. "Éste es un país mafioso", diagnosticó el periodista Carlos Gabetta. Duras observaciones, pero no exageran: pegan directo en el blanco.

Todos los días resurge la violencia, que no es otra cosa que la canalización de la frustración y del pésimo trato de arriba hacia abajo, acrecentada por frustraciones familiares, malos servicios públicos, transportes deteriorados, una pobre infraestructura. El linchamiento o la golpiza de un ladrón de carteras o de celulares, apresado por los vecinos, se está repitiendo como una costumbre, con una policía alejada de los hechos o que llega tarde. Se trata de una brutal condena sin juicio previo, al estilo del Far West, donde directamente no había ley ni orden, o de los actos expeditivos que utilizó hasta hace pocas décadas el Ku Klux Klan en el sur de los Estados Unidos.

Sin duda, la sociedad argentina está enferma. De impunidad, de soberbia ejercida desde el poder político, de corrupción y de maldad. Es cosa de todos los días. Pero si se intenta indagar en el porqué de los injustificables linchamientos, hay varias explicaciones. Una de ellas es que la gente está harta. La inseguridad no sólo produce miedo. También provoca un furor de venganza desmedida. Al sentirse desprotegida, la gente siente que tiene que defenderse por sus propios medios y entonces se adueña de lo público. Aquel muro, no lejos de la Capital Federal, levantado por los lugareños en una calle para evitar el paso de extraños y de visitantes de zonas vecinas, es una prueba más.

Tampoco confía la gente en las fuerzas de seguridad, que cada día están más ausentes en las calles y cometen equívocos o errores que favorecen la explosión de la bronca colectiva. Que un juez haya liberado a las pocas horas a barrabravas que se estaban peleando a cuchilladas en una cancha de fútbol resulta incomprensible.

Por otra parte, hay jueces estrechamente ligados al Gobierno que toman sus decisiones muy alejados de lo que dictan los códigos, y sin consecuencias. Sus complicidades están probadas, marcadas a fuego, denunciadas, pero se hace caso omiso. La protesta policial del año pasado en varias provincias, que dejó zonas liberadas, permitió que los propios vecinos saquearan a los comerciantes, sin mostrar remordimiento. Esa imagen inquietante se suma a otra presencia que no ha dejado de crecer en los últimos tiempos: el narcotráfico. Se ha demostrado que hay familias enteras dedicadas a la comercialización de drogas. El abuelo, el padre, la madre y los hijos forman una "asociación comercial" que reporta grandes ganancias.

En otro orden, el caso del manejo de la pauta publicitaria oficial, con arbitrariedades manifiestas, de cesiones a medios de escaso tiraje pero serviles, muchos irrelevantes en el espectro del mundo periodístico, demuestra que las autoridades consideran el dinero público salido de sus propios bolsillos. "Le doy a quien yo quiera", parece decir el Gobierno. Como se sabe, la publicidad es el ingreso genuino de los medios de comunicación. Si falta o escasea por bajada de línea "desde arriba", los medios son acorralados y pueden ser llevados al borde del precipicio. Este manejo de la pauta no resulta sólo una anécdota política, sino que constituye una degradación de la función del Estado.

Ni hablar de los "empresarios amigos" que ganan licitaciones y trabajos de obra pública sin méritos propios, sólo gracias a sus condiciones de "amigos del poder". Un caso es Lázaro Báez, ahora en dificultades, que empezó su carrera no hace demasiado tiempo como empleado de banco e interlocutor del ex presidente Kirchner. Otro caso llamativo es la compañía cordobesa Electroingeniería, de escasa dimensión y presencia hace 10 o 12 años, y hoy una suerte de emporio. Uno de sus dueños vivió años de cárcel en compañía de Carlos Zannini, secretario de Legal y Técnica de la Presidencia. No hay que olvidar todas las oportunidades de hacer negocios con el juego o sin él facilitadas a Cristóbal López, hoy en expansión en Buenos Aires, en las provincias y recientemente en Miami. Una singular coincidencia: ninguno de estos empresarios sabía nada de periodismo, pero todos han comprado medios de comunicación sólo para alabar devotamente a las autoridades políticas.

Habría que ahondar en los porqués. ¿Por qué hay linchamientos mientras la sociedad no presiona lo suficiente para que los corruptos sean juzgados debidamente? ¿Por qué tantas dilaciones u ocultamientos? En este desequilibrio surge uno particular: ¿por qué los ministros que cometieron torpezas -no ya delitos penales- no son obligados a rendir cuentas? Un ministro de Economía, es el caso, puede con una sola decisión llevar a la pobreza o al desamparo a varios millones de personas. ¿Debe irse a su casa sin justificar sus decisiones y sin enfrentar las responsabilidades que surgen de sus actos?

La actual patología de la sociedad argentina requerirá años de terapia intensiva.