En los años 90, durante la gestión del justicialista Carlos Menem, se implementó una drástica política de reducción del tamaño del Estado y eliminación de subsidios mediante privatizaciones, desregulaciones, desmonopolizaciones, tercerizaciones y descentralizaciones, financiadas por organismos multilaterales de crédito (Banco Mundial, Banco Interamericano de Desarrollo y Fondo Monetario Internacional). Se buscaba transformar ese Estado grande en uno más chico en el supuesto de que tal reducción nos conduciría a un Estado mejor, más eficiente.
De la mano de estas ideas, acciones y omisiones, el Estado argentino (a nivel federal) redujo su planta de personal -pasó de aproximadamente 1.000.000 de empleados, en 1989, a 298.000, en 1999, (casi el 70 % de reducción en 10 años)- y privatizó todas las empresas públicas. Ese Estado reformado, que perdía capacidad de control, mostraba un contexto social preocupante, con una desocupación del 13,8 % en 1999 (con un pico del 18,3 % en 2001), y un endeudamiento externo que asfixiaba nuestra economía. El creciente conflicto social no presagiaba un desenlace moderado. Este tobogán descendente terminaría en el default de 2001, que puso al país frente a una de las crisis más profundas de su historia. Este Estado chico terminaba siendo incapaz de regular la vida social y económica de los argentinos. Era débil para asegurarnos el cumplimiento de la ley. Terminaba siendo un Estado "enano" para tratar con las magnitudes inmensas de los problemas que se avecinaban.
Desde 2003, con la opinión pública a favor, comenzó un ciclo de crecimiento del Estado mediante una mayor intervención pública, una drástica reducción del endeudamiento externo y una serie de reestatizaciones, además de una política de subsidios estatales más activa que en la década anterior. Podemos decir que este Estado grande fue producto de una sociedad que demandaba "mayor presencia estatal" en su vida cotidiana, en la regulación de la economía, en la búsqueda de una mayor inclusión social y en el mercado de trabajo. Pero ese Estado grande no es, necesariamente, sinónimo de capaz. En el caso de la tragedia ferroviaria de Once, encontramos un ejemplo dramático de esta falencia. El Estado había otorgado (e incrementado respecto de los años 90) subsidios al transporte ferroviario, pero el control que se había hecho del destino de esos fondos por parte de las concesionarias privadas era, por lo menos, defectuoso.
Es evidente que tanto para un Estado chico como para uno grande el problema está relacionado con la capacidad institucional, es decir, el grado de eficacia (la capacidad de una organización para conseguir los objetivos que se le trazan) y eficiencia (el costo en tiempo y recursos que insumen los objetivos) de la organización estatal para obtener los fines que la política y la opinión pública le trazan al Estado a través de las elecciones. Desde los años 90 hasta hoy, el problema del Estado argentino está dado por la baja capacidad institucional o de gobernabilidad.
No es pecado dar subsidios estatales. De hecho, los países desarrollados tienen fuertes políticas en este sentido. La administración Obama ha dado billonarios subsidios a bancos, corporaciones y financieras que tuvieron mucho que ver con la crisis de 2007. El problema está dado por el control del subsidio otorgado. Dar subsidios sin controles relativamente eficaces y eficientes por parte del Estado es casi tan peligroso como negarlos por una cuestión de simple ideología antiestatal. Los subsidios, orientados por una política pública democrática, son una valiosa herramienta del sector público. No tenemos por qué descartarlos, pero sí orientarlos, mejorarlos, transparentarlos y controlarlos. Por ejemplo, el Estado actual ha sido eficiente en la reducción del desempleo. Desde 2003 a 2013, el desempleo ha bajado del 17,3 % al 7,2 %.
Otra cuestión que aparece en el horizonte del Estado achicado y agrandado de las últimas dos décadas es la de la heterogeneidad. Nuestra organización estatal ha incrementado sus niveles de heterogeneidad en virtud de sus sucesivas reformas y reconstrucciones producto de la dinámica política democrática. La capacidad no es pareja en todas las organizaciones del Estado. Existe un Estado que tiene sectores que exhiben capacidades estatales aceptables para un contexto latinoamericano y otras áreas que están muy por debajo de lo esperado. Pero los promedios son tiranos: la capacidad estatal es justamente el punto medio que obtiene ese Estado entre sus partes más eficientes y las que no lo son, frente al cada tanto implacable juicio de la opinión pública.
El Estado no surge del vacío. Es un producto del juego político democrático entre los políticos y los ciudadanos. Es la organización que construimos y conseguimos entre todos. El perfil del Estado necesario se construye de acuerdo al clima de época. Es inevitable que en la vida democrática de una nación exista cierta oscilación en cuanto al rol del Estado. El punto aquí es cómo evitar la variación extrema (tan argentina). Aunque no tan fácil de implementar, la respuesta es muy sencilla: discutir un modelo de país de una forma democrática. No tiene que ser para todas las áreas del Estado al mismo tiempo, pero tenemos que trazar, como sociedad, horizontes de largo plazo en políticas fundamentales, como por ejemplo, la educativa, la energética, la social, la industrial, la impositiva, la agraria, y ver qué sectores subsidiar y con qué objetivos.
Algunos puntos de partida para este modelo de país pueden ser encontrados en el Diálogo Argentino o en el Plan Fénix de la UBA, que son excelentes primeros pasos para tener proyectos y borradores para la necesaria discusión legislativa de alguna de estas cuestiones. El futuro ya empezó.