Pero tomando lo sucedido ayer en las urnas como un anticipo sería factible arrimarse a una primera conclusión: Cristina Fernández y su proyecto, el cristinismo, han sufrido la peor derrota en una década, incluso por encima de aquella del 2009. El diagnóstico no tendría que ver, únicamente, con la cantidad de provincias donde resultaron derrotadas, entre ellas Buenos Aires. También con los triunfos en viejos feudos –Chaco, Misiones, Salta– donde se le escurrieron miles de sufragios.
Sólo la caída en los cinco principales distritos (Buenos Aires, Córdoba, Santa Fe, Capital y Mendoza, en ese orden) representaría que el 67% del país decidió darle la espalda al Gobierno. Podrían computarse también, al margen de ese volumen, La Rioja, Corrientes, Chubut, San Luis y Santa Cruz. Esta geografía patagónica posee, por supuesto, un valor político adicional. Allí el matrimonio Kirchner mandó durante una década y traspoló su maquinaria de poder a la Argentina. Le acaba de ganar, por segunda vez, el radical Eduardo Costa y el cristinismo, con La Cámpora, quedó bien relegado. En Río Gallegos, el ministro de Planificación, Julio De Vido, no la pasó nada bien cuando concurrió a votar. Señales de un mal humor social que no se circunscribiría a las grandes urbes, como pretende relatar el cristinismo.
La Presidenta no imaginó la dimensión de la derrota --ni siquiera conjeturó con ella-- porque desde que asumió su segundo mandato acentuó su ensimismamiento. De allí la mirada y las palabras peyorativas que dedicó a cada una de las manifestaciones de indignados y caceroleros que despuntaron en el 2012.
Ese libreto oficial que pretendió endilgar sólo a las clases altas y medias el mal humor se deshizo, en muchos casos, frente a la rotunda realidad de ayer. Pero el caso más simbólico fue sin dudas Buenos Aires donde el kirchnerismo, en sociedad con gran parte de los barones del conurbano, levantó su verdadera fortaleza. La irrupción de Sergio Massa, con su Frente Renovador, hizo estragos en la base social que el Gobierno suponía asegurada.
La victoria amplísima en el primer cordón no sorprendió. Pero como muestra de aquel fenómeno bastaría un botón: el intendente de Tigre ganó Ezeiza y peleó palmo a palmo en toda La Matanza.
La irrupción de Massa, que debe ser ratificada en octubre, significó la mayor novedad electoral desde el 2007 y una pieza clave para el nuevo escenario político que pueda llegar. Más allá de las debilidades que dejó al desnudo su improvisada campaña, habría que reconocerle dos méritos: el haber sabido interpretar que el peronismo, al menos en Buenos Aires, tenía un déficit de representación; también su voluntad para enfrentar a un cristinismo implacable, salvaje, que durante seis meses en el 2008, como jefe de gabinete de Cristina, conoció desde adentro.
Tal vez su mejor aparición, desde que salió a la palestra, haya sido la de anoche, con el triunfo en el bolsillo. Se lo advirtió seguro en su mensaje. Orientado, sobre todo, a consolidar e incrementar el enorme caudal de votos obtenidos. Archivó críticas, convocó a adherentes de otros partidos, repitió la idea del diálogo y la concordia y parafraseó a Francisco, el Papa. Se detuvo en la inflación, el desempleo y la dispar carga impositiva. Omitió el problema de la inseguridad, tal vez por el reciente episodio en su casa que alteró su vida privada, y también el de la corrupción.
Massa pareció además abrirle las puertas al peronismo que quedó atrapado en las comarcas de Cristina. Anoche mismo tuvo diálogos reservados, por distintas razones, con dos intendentes K del oeste del conurbano. El piso empezó a crujir, antes de lo pensado, debajo de los pies de Cristina y de Daniel Scioli.
El gobernador de Buenos Aires pudo haber quedado en el peor de los mundos. Al mediodía, durante el almuerzo en Villa La Ñata, disfru taba con la supuesta paridad que las primera s bocas de urna concedían a la puja entre Massa y Martín Insaurralde. Pero su rostro se fue desfigurando a medida que el intendente de Tigre le arrancó más de cinco puntos de ventaja a su colega de Lomas de Zamora.
Scioli soñaba con dos cosas. Erigirse en el puntal de la buena elección de Insaurralde que no fue. Conseguir a partir de ese presupuesto un reconocimiento cristinista para la sucesión del 2015.
Fracasó.
¿Quién cargará ahora con la responsabilidad de la derrota en el principal distrito electoral? ¿Se mantendrá hasta octubre la tregua establecida entre Cristina y Scioli? ¿Cómo serán los próximos tiempos de su gestión, en una provincia deficitaria, inequitativa y castigada? Son esos, apenas, algunos de los interrogantes que martirizan ya al gobernador.
Los presagios de que el poskirchnerismo se habría puesto en marcha no tendrían sólo vínculo con el peronismo y Buenos Aires. Quizás después de la excelente elección de UNEN en Capital, que consagró a Elisa Carrió y Pino Solanas, el Frente Amplio Progresista, con eje en radicales y socialistas, refuerce el primer envión que tuvo en el 2011 cuando Hermes Binn er fue el opositor más votado para Presidente.
El ex gobernador de Santa Fe ratificó su vigencia en esa provincia. Margarita Stolbizer resistió como pudo la fuga de votos que detonó la presencia de Massa. El radicalismo recobró energías en el interior (Corrientes, La Rioja, Santa Cruz) y en dos provincias grandes. En Mendoza, de la mano del ex vicepresidente Julio Cobos.
Y en Córdoba, con el segundo lugar de Oscar Aguad. Habría en ese heterogéneo espacio ladrillos suficientes para edificar una alternativa. Aunque como primera condición, deberían superar más las diferencias personales que las políticas entre aquel grupo de dirigentes.
Mauricio Macri demostró de nuevo que la Capital – en especial por la vigencia de Gabriela Michetti– sigue siendo su punto fuerte. Pero que no termina de irradiar influencia al resto del país para el armado de un proyecto presidencial. Es cierto que presentó candidatos en 18 distritos. Pero sólo podrían subrayarse el segundo lugar de Miguel Del Sel en Santa Fe y el tercero del ex árbitro Héctor Baldassi en Córdoba, que se coló delante del FPV. En Buenos Aires debió resignarse a participar de la lista que encabezó Massa.
La primera reacción del Gobierno frente a la adversidad fue la previsible. Cristina no reconoció ninguna derrota y, como en el 2009, se aferró al discurso de ser representante aún de la primera minoría. Como en aquella ocasión, también, prometió seguir profundizando la gestión. Una metáfora de dos cosas que no se privó de reclamar: la reforma judicial y el fallo de la ley de medios que está en manos de la Corte Suprema.
No hubo en ella un atisbo de autocrítica. Sólo malestar con los medios de comunicación que no le responden, repetidos recuerdos de su marido muerto y elogios para los candidatos que perdieron: Insaurralde, Daniel Filmus y Juan Cabandié.
La coreografía de la derrota también resultó notable. Dirigentes eufóricos que reían, cantaban y aplaudían en un tablado, ante el único rostro incómodo, el de Scioli.
Sobreactuación y ajenidad, atributos que llevaron al Gobierno hacia este tobogán.