Fue cuando tomó conocimiento no sólo de la ventaja real que Sergio Massa le arrancaba a Martín Insaurralde. También de l a debacle electoral que registraban sus listas en todo el país, que había confeccionado con la asistencia de Máximo, su hijo, de Carlos Zannini, el secretario Legal y Técnico, y de otros tres o cuatro principales capitanes de La Cámpora.
La Presidenta estuvo mal informada la mayor parte del domingo. Cuando regresó de Santa Cruz, por ejemplo, sobre el cierre de los comicios, creía en la existencia de un empate técnico entre Massa e Insaurralde. Así lo divulgaba también la propaladora oficial de medios K. Sus asesores repetían idéntico libreto.
“Martín está un punto abajo”, le dijo a su cuñada, la ministro de Desarrollo Social, Alicia Kirchner.
A esa hora, ninguna de las empresas consultoras que había trabajado en las bocas de urna vaticinaba ya una paridad. Era clara la tendencia --mas allá de los números-- favorable al Intendente de Tigre. Los encuestadores contratados por el Gobierno tenían no menos de tres puntos de ventaja para Massa. Sergio Bendixen, el peruano con sede en Miami contratado por Massa, estiraba esa ventaja hasta siete puntos en beneficio de su cliente. Pero Cristina disfrutaba todavía de otra realidad.
La ficción debió quebrarla el ministro del Interior y Transporte, Florencio Randazzo, cerca de las 21. Esa era la hora prometida por el Gobierno para comenzar a informar con los datos oficiales. Con el 4% de las mesas escrutadas en Buenos Aires, Massa había salido en punta. Fue recién, entonces, cuando los encuestadores y tres funcionarios debieron correrle el telón de la verdad.
Cristina se apartó para llorar.
Esa trastienda justificaría por qué razón la Presidenta bajó tan tarde al salón donde la aguardaban estoicos militantes. Explicaría, además, el grueso maquillaje que cubría sobre todo la zona de sus ojos.
La mirada femenina siempre descubre secretos inaccesibles para el común de los hombres. En efecto, una maquilladora trabajó sobre su cara veinte minutos. Al maquillaje, Cristina le añadió mohines, una sonrisa forzada y un buen talante que, en sus entrañas, no era tal.
Tanta simulación, tal vez, ayude a comprender el contenido de un mensaje que, en ningún tramo, admitió la derrota. Sólo recordó la del 2009 y se la adjudicó a Néstor Kirchner, que fue candidato testimonial.
Ella ya era Presidenta. No se detuvo tampoco en las cuestiones que habrían fogoneado esa avalancha de votos en contra. Le sonó importante, como hipotéticas deudas de su Gobierno, la reforma judicial y la ley de medios vigente, tres de cuyos artículos están bajo análisis de la Corte Suprema. Sin intenciones de establecer analogías, esa distancia con la realidad hizo recordar a Fernando de la Rúa. En octubre del 2001, en un contexto de poder muy diferente al actual, el mandatario radical también sufrió un severo traspié en las legislativas. No se le ocurrió decir nada mejor que la derrota no encerraba importancia para su Gobierno porque él no había competido. Dos meses más tarde se derrumbó.
Aquella misma trastienda del anochecer del domingo estaría desnudando el agotamiento y la crisis de un estilo de conducción.
Su entorno no acostumbra a decirle la verdad porque, aviesamente, pretenda engañarla.
Le teme a sus reacciones, a sus reprimendas y a sus venganzas.
Así se construye un círculo político viciado de errores y mentiras.
¿Qué ministro, por caso, no cree que Guillermo Moreno está conduciendo a la economía a un innecesario naufragio?
Pero callan.
¿Cuántos ministros comparten las sugerencias del clandestino Héctor Timerman sobre política exterior?
También callan. Todavía peor que eso: ni siquiera los dirigentes con poder propio se animan a decirle las cosas. El ejemplo emblemático sería el de Daniel Scioli.
El gobernador de Buenos Aires siempre padeció de cierta anemia de temperamento para relacionarse con los Kirchner. Le ocurrió con el ex presidente con quien, sin embargo, mantuvo un trato más franco.
La presencia de Cristina, en cambio, lo paraliza.
Escucha sus monólogos con un aguante infinito. Mecha algún bocado intrascendente cuando puede y siente alivio profundo ni bien la situación concluye. Antes de volcarse en la campaña para respaldar a Insaurralde, el gobernador había estado tres meses sin ser atendido por la Presidenta. Ni siquiera por teléfono.
“Hay que darle valor al tiempo. El tiempo es un ordenador de la vida. La paciencia, la gran virtud de todo buen navegante”, repite Scioli en esas circunstancias inspirado, a lo mejor, en los consejos de Paulo Coelho.
Aquel estilo terminó arrimando a Cristina, al final, a una colección de fracasos políticos. Cuando creyó estar en un ático, luego de la muerte de Kirchner, inventó como compañero de su fórmula presidencial a Amado Boudou.
En la campaña debió esconder al vicepresidente.
Pero es probable que los dolores de cabeza que le causa continúen después de octubre. El vicepresidente debe aún responder sobre el escándalo Ciccone, luego que el juez Ariel Lijo y la propia Sala I de la Cámara Federal --proclive con sus fallos a resguardar las necesidades del Gobierno-- rechazaran su pedido de sobreseimiento. A Gabriel Mariotto lo empinó primero para impulsar con rapidez la ley de medios y después para vigilar a Scioli. En ambos casos le habría faltado destreza. Dicen que el vicegobernador, también ausente hace rato de la escena pública, sufre ahora de una depresión y se dedica a seguir con fervor las prédicas de Francisco, el Papa.
El vacío político que generó la Presidenta a su alrededor se reflejó con crudeza y fidelidad a la hora de ungir los candidatos para las primarias y octubre. Insaurralde llegó luego del fracaso de Alicia Kirchner y de la gambeta del intendente de La Matanza, Fernando Espinoza. No había potable nadie más. Por ese motivo cargó la campaña sobre sus hombros y empujó a Scioli al mismo ruedo. Por ese mismo motivo sintió tanto el golpe del domingo, traducido en lágrimas.
En Capital, donde dice que la gente no la trata bien, debió recurrir sin remedio, otra vez, a su malquerido Daniel Filmus. El senador es un experto en derrotas pero aprendió rápido del teatro kirchnerista: el domingo a la noche emergió eufórico celebrando su quinto oscuro galardón. En Córdoba, apeló a una talibana, la rectora de la Universidad, Silvina Scotto, que ni siquiera pudo con los pitazos del ex árbitro Héctor Baldassi, una creación de Mauricio Macri. En Santa Fe corrió a Agustín Rossi, desechó a la mejor candidata, Maria Eugenia Bielsa, luego de una riña de mujeres, y recaló en la ajada figura de Jorge Obeid. Ese panorama, bastante desolador, induciría a una pregunta ineludible: ¿Diez años de reconstrucción política y de relato épico no le alcanzaron al kirchnerismo, acaso, para una oferta mejor?
Quizás no hubo, de verdad, ni reconstrucción política ni épica. Algo similar parece haber ocurrido con la gestión, tan ponderada por ella misma, sobre la cual pudo haberse afincado una performance electoral más alentadora. Cuenta con una economía amesetada, no en caída como en el 2009. También con un sistema de asistencia social del Estado --Asignación Universal, extensión jubilatoria, planes de trabajo y vivienda-- del que carecía en aquella época. Hay una anécdota que demostraría que ese asistencialismo condiciona, aunque no siempre del todo. En la mesa de la escuela en La Matanza donde votó Luis D’Elia, Massa perdió apenas por 30 votos. El ex piquetero domina con los planes esa zona.
La evidencia indicaría que pudo haber existido más despilfarro que racionalidad en la administración. Nadie, en ese campo, sería mas ducha que la propia Cristina: dilapidó cuatro millones de votos en apenas dieciocho meses.