Tras la derrota electoral en las primarias abiertas, el principal temor que debería sentir el núcleo duro del cristinismo es que algunos gobernadores provinciales y caudillos territoriales peronistas que hasta ahora acompañaron a la Presidenta comiencen a verse como ese padre que se ha cansado de prestarle todos los fines de semana el auto a su hijo para que éste, invariablemente, se lo devuelva chocado.
Es verdad que las PASO de anteayer constituyeron una suerte de prueba de clasificación para la gran carrera -la verdadera elección- que se disputará el 27 de octubre. Cristina Fernández de Kirchner tendrá ese día su revancha. Pero también queda claro que si dentro de dos meses y medio el oficialismo repite en el orden nacional el magro porcentaje de votos obtenido el domingo pasado (26%), habrá llegado el momento de hablar de una derrota mayúscula, al tiempo que será difícil disimular el efecto negativo que producirán dos debacles electorales en apenas 75 días.
Por lo pronto, las elecciones primarias enterraron definitivamente el proyecto reeleccionista. Ha quedado en evidencia que alrededor de tres cuartas partes del electorado no quiere ni oír hablar de una segunda reelección, como también que la proyectada composición de ambas cámaras del Congreso ni por asomo le permitirá al oficialismo soñar con el apoyo de los dos tercios para declarar la necesidad de una reforma constitucional.
Representa un castigo a la proliferación de los crecientes
rasgos autoritarios
Si en octubre se repitiera un resultado como el de anteayer -traspiés en los
cinco distritos más grandes del país y caídas hasta hace poco impensables como
las de Santa Cruz, San Juan o La Rioja-, también quedaría seriamente dañada la
capacidad de Cristina Kirchner para imponer a dedo a su eventual sucesor.
El resultado de las primarias le pone claramente un límite a la concepción del "vamos por todo". Representa un castigo a la proliferación de los crecientes rasgos autoritarios que caracterizaron especialmente el segundo mandato presidencial de Cristina Kirchner. También, una sanción popular por el estancamiento de la economía, por la inflación camuflada por el Indec y por un Estado ausente para garantizar la seguridad de la población, tanto en la calle como en el transporte ferroviario.
Lo que ocurrió en las PASO representa, además, la condena a un estilo de gestión cargado de agresividad. El mismo estilo que ha llevado a la Presidenta y a otros dirigentes cristinistas a humillar públicamente al gobernador Daniel Scioli, esmerilándolo y acorralándolo en su conflicto con los docentes, para terminar paradójicamente dependiendo de él en la campaña electoral.
Es interesante detenerse en una consideración que efectuó el escritor Jorge Asís sobre esta particular relación entre el cristinismo y el sciolismo. "La agresividad de esa diferenciación lo mantiene a Scioli, en el furor de la debacle, sorprendentemente vivo. En condiciones de heredar la devastación, de quedarse con los restos del naufragio o del quebranto", apuntó.
Tal vez sea más oportuno comparar estas elecciones con las legislativas de 1997, que marcaron el comienzo del fin del ciclo menemista
La conclusión de las PASO es que la ciudadanía mayoritariamente buscó premiar la moderación. Detrás del apoyo a la lista encabezada por Sergio Massa se expresa un reclamo a favor de mesura, de concordia, de seriedad en la gestión y de pluralidad. Y detrás del respaldo en la Capital Federal a la coalición UNEN hay un reconocimiento a quienes, esta vez, ofrecieron una positiva respuesta al típico interrogante "¿Por qué no se unen?", que más de una vez escucharon los dirigentes opositores de parte de votantes independientes.
Massa tuvo poco tiempo para desarrollar su mensaje de campaña. Pero en ese poco tiempo se ingenió para dejar en claro con qué cosas del gobierno nacional no estaba de acuerdo. Mencionó su rechazo a la re-reelección, su desacuerdo con La Cámpora y con Guillermo Moreno, y se diferenció con su apoyo a los miembros de la Corte Suprema. Lo suficiente como para captar el voto antikirchnerista y el de una porción de ciudadanos que, en 2011, acompañaron a Cristina Kirchner pero que hoy se sienten desilusionados.
No pocos analistas han comparado el resultado de estas primarias y su probable proyección a los comicios generales de octubre con las elecciones de 2009, en las cuales el oficialismo, con Néstor Kirchner y Scioli a la cabeza de la lista bonaerense, cayó ante la nómina liderada por Francisco de Narváez. Tras esa derrota, el kirchnerismo inició una milagrosa recuperación que concluyó con el triunfo de Cristina en 2011 con el 54% de los sufragios. Pero hay una diferencia central entre el presente proceso electoral y el de cuatro años atrás: hoy Cristina sabe que debe dejar la presidencia en 2015.
Tal vez por eso, sea más oportuno comparar estas elecciones con las legislativas de 1997, que marcaron el comienzo del fin del ciclo menemista.
A diferencia de 2009, la fuerza política que está en el poder desde 2003 hoy debe afrontar no sólo el desafío de recuperar votos, sino también otro mucho más complejo para cualquier régimen de tinte populista: el de la sucesión de su líder. Si no es antes, las elecciones de octubre próximo señalarían el inicio de un distanciamiento de los caudillos territoriales de la actual jefa del Estado, a quien una incorrecta lectura del resultado electoral la conducirá inexorablemente a un nuevo período de dos años de soledad.