Cristina Fernández parece empeñada en levantar un cerco a su alrededor con problemas políticos a los cuales nunca les rastrea una solución.
Ni siquiera una salida de emergencia. Prefirió congelar, por ejemplo, el escándalo que desató la designación de César Milani como nuevo jefe del Ejército.
La pasada dictadura se coló en la campaña con incomodidad para el cristinismo. Dejó que hombres clave de su Gobierno, entre ellos Carlos Zannini, manipularan la Justicia para permitirle a Ricardo Jaime, el ex secretario de Transporte, abandonar su condición de prófugo.
La corrupción está presente en cada palabra de la oposición. Depositó en manos de Hernán Lorenzino, el ministro de Economía; de Axel Kicillof, su vice; de Amado Boudou y de Héctor Timerman el pleito con los fondos buitre que se dirime en la Corte Suprema de EE.UU. La Argentina puede asomarse, a doce años de la gran crisis, a un nuevo apremio financiero internacional.
Nadie sabe, a esta altura, cuál podría significar una buena solución para cada uno de aquellos conflictos. ¿Relevar a Milani a semanas de haberlo encumbrado?
Imposible.
Sería la admisión de un error a lo que la Presidenta no está acostumbrada. Y habría que comprobar la existencia del error: Milani fue muy cobijado desde que Nilda Garré asumió el Ministerio de Defensa. Esa protección nunca hubiera existido sin la bendición presidencial. El militar, según los indicios recogidos, incluso en el informe del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), habría sido un espía encubierto de la Casa Rosada. También pudo haber librado a Jaime a su suerte. Pero el ex secretario de Transporte atesora demasiados secretos del circuito clandestino de dinero de la era kirchnerista. Hace años que Cristina se desinteresó del mundo que antes admiraba y se ocupó sólo de Venezuela, Ecuador, Bolivia, Cuba y Brasil. Firmó un pacto indescifrable con Irán –está a la vista– con la excusa de buscar la verdad sobre el criminal ataque a la AMIA, que sigue en tinieblas. Esos gestos, a la larga o a la corta, arrojan consecuencias: Washington y el FMI han resuelto no respaldar al Gobierno en su puja con los fondos buitre.
La ratificación de Milani podría explicarse como una expresión de la autoridad presidencial. Pero el conflicto irradia su onda expansiva. El lunes pasado el jefe del Ejército dialogó con tres generales que le transmitieron el malestar de la suboficialidad por la envergadura del escándalo que también envuelve a la Fuerza.
Tuvo registro de ese malestar en la visita a una unidad en Tandil. El problema abrió además una brecha entre las organizaciones de derechos humanos. Y dejó un debate no saldado en la vanguardia intelectual cristinista. El repentino giro del CELS, que en 48 horas pasó del respaldo irrestricto a echar sombras sobre Milani, desconcertó a los senadores que, con esfuerzo, habían cerrado filas para tratar el pliego del ascenso del militar en la Comisión de Acuerdos.
Ese informe del CELS fue revelador de varias cosas. Primero, de que existen pistas –no pruebas contudentes– acerca del comportamiento dudoso del jefe del Ejército en la dictadura. Corrobora que Milani firmó el acta adulterada sobre la supuesta deserción de Alberto Ledo en Tucumán. Se le imputa al soldado, incluso, haber robado pertenencias por un valor de época de $ 17.841.
Ledo figura como desaparecido.
Hay una causa que con oficio habría adormecido el fiscal ad hoc, Pablo Camuña. El CELS apunta que muchos de esos datos estuvieron en conocimiento de la Secretaría de Derechos Humanos. También, cuando su timón dependía del fallecido Eduardo Luis Duhalde. Ahora ejerce el mando el camporista Juan Fresneda. El mismo trabajo dejaría a salvo la responsabilidad de Garré “por no haber accedido nunca a tal información”. La exculpación sonaría débil: Garré fue ministra de Defensa y conocido escudo de Milani. ¿Había acaso un muro infranqueable entre esa dependencia y la Secretaría de Derechos Humanos?
Aquel informe del CELS habría servido para desnudar, además, el doble estandar del relato político de las organizaciones y del Gobierno. En diciembre del 2011 fue pasado a retiro el entonces jefe de la Armada, Jorge Godoy. Sucedió a raíz de una causa de espionaje entre el 2003-2006 realizado desde la Base Almirante Zar, en Trelew. Se habría afectado a políticos, dirigentes sociales y de entidades de derechos humanos. El alejamiento del marino se concretó luego del procesamiento dictado por Daniel Rafecas. El mismo juez fulminado por Cristina por la investigación del caso Ciccone que embreta a Boudou. Godoy no fue defendido por nadie, salvo por sus abogados.
Godoy nunca había asumido en público un compromiso político. Milani, en cambio, instó al Ejército, al hacerse cargo de su jefatura, a encolumnarse con el “proyecto nacional” del Gobierno. Esa fidelidad lo estaría poniendo a salvo de sospechas por su actuación en la dictadura, de las dudas sobre su patrimonio y la tarea de espionaje interno que vendría realizando desde hace años. Más graves, tal vez, que las de la Base Almirante Zar que hicieron rodar la cabeza de Godoy.
Sucede que Cristina y la mayor parte de su vanguardia intelectual caen con demasiada frecuencia en la nostálgica tentación de reeditar una historia amarillenta y vencida. La imaginaria alianza con los sectores nacionales del Ejército. Una fantasía dialéctica que consumió debates extenuantes durante los 60 y los 70. Aquella discusión equívoca, sin embargo, asomaría más genuina que la actual. El cristinismo le dio el golpe de gracia a las Fuerzas Armadas enarbolando la legítima defensa de los derechos humanos y su camaleonesca lucha contra las corporaciones. Volvería ahora la vista y su interés sobre ellas por necesidad. Quizá, porque su sistema de alianzas y de poder ha padecido demasiadas de desarticulaciones en el último año y medio.
El alboroto de la intelectualidad cristinista en torno a Milani contrasta con el silencio y la vacuidad cada vez que la corrupción ocupa la escena oficial. La excepción de Ricardo Forster, de Carta Abierta, candidato a diputado porteño, confirmaría esa norma. La camada de veteranos pensadores K pareciera hallar sus raíces en los dichos del filósofo Ernesto Laclau. El profesor de la Universidad británica de Essex hizo una diferenciación entre el intelectual tradicional y el intelectual orgánico. Para Laclau, según su lectura del italiano Antonio Gramsci, el intelectual orgánico y el militante serían la misma cosa. Es decir, deberían repetir únicamente aquello que al poder con el cual comulgan le apetece.
J aime no encajaría en ninguna de las tipologías descriptas por Laclau. No podría jactarse de ser un intelectual, tradicional u orgánico. El ex secretario de Transporte sabe, sobre todo, de plata y de cajas.
Una leyenda repetida casi hasta la verdad lo relata en su oficina sentado junto a un canasto de mudanzas donde todos los días juntaba una recaudación –¿de qué?– en efectivo. Esa recaudación o parte de ella, vaya a saberse, aseguran que salía al anochecer hacia algún destino desconocido. Jaime acopió también, durante años, oscuridades del poder. Eso le habría permitido disfrutar de un resguardo seguro cuando el juez Claudio Bonadio dictó su pedido de prisión, levantado seis días después por la Sala I de la Cámara Federal en lo Criminal.
Dos veces la Policía llegó hasta lugares donde estaba, uno en Córdoba. Se había ido minutos antes, gracias a algún aviso gentil.
Ya en libertad, el ex secretario de Transporte realizó declaraciones sorprendentes. O formaron parte de su inclaudicable lealtad a los Kirchner o representaron una advertencia acerca de lo que sería capaz.
“Adhiero a las políticas que tuvo Néstor y que tiene Cristina. Sin ninguna duda voy a votar a los candidatos del oficialismo”, alardeó. La Presidenta se sobresaltó y el cristinismo se agarró la cabeza. Jaime es un ícono de la corrupción K. La corrupción saltó a los tres primeros lugares de las preocupaciones populares, según indican las encuestas. Se agita la campaña y restan dos semanas para las primarias.
Esas encuestas estarían marcando otra cosa. Que incluso en cierto universo kirchnerista, Guillermo Moreno y La Cámpora tendrían la peor ponderación social. Codo a codo, con la mala imagen que persigue desde hace años a Hugo Moyano, el líder de la CGT. ¿Habrá sido por esa razón que Sergio Massa se ocupó de criticar la semana pasada, expresamente, al secretario de Comercio y a los novicios setentistas? El intendente de Tigre sigue intentado contentar, en simultáneo, al heterogéneo electorado que lo sigue, donde se mezclan un grueso sector antikirchnerista con un bolsón de simpatizantes K. Los dardos contra Moreno y los camporistas, tal vez, conformarían a todos.
Massa tiene su dosis de fortuna. Moreno le ha hecho frente con una campaña pública de su acostumbrado bizarrismo. Cristina también comenzó a torear al intendente. Martín Insaurralde, el candidato K en Buenos Aires, vacila. Cree que la prioridad es hablar sobre la inseguridad y la inflación. Pero cada vez que lo hace recibe una reprimenda presidencial.
Frente a tanta incertidumbre y desventura, Cristina optó por invocar a Francisco. Tomó sus palabras dirigidas a los jóvenes en Río de Janeiro, a quienes instó a “hacer lío y no dejarse excluir” y pretendió parangonarlas con alegorías que en vida supo esbozar Kirchner.
Una desmesura.
Similar, quizás, a su ilusión de que la proximidad con el Papa, a quien verá hoy, pueda redimirla de sus pecados políticos y morales. Esos pecados son ahora Milani y Jaime, entre una verdadera colección.