Las encuestas comienzan a pronosticar una dura polarización entre el cristinismo y el poskirchnerismo en la provincia de Buenos Aires. Esas expresiones las corporizan Sergio Massa, que nació en el kirchnerismo y ahora se propone superarlo, y Martín Insaurralde, aferrado a la Presidenta. El amplio espacio de intención de voto que había entre ellos se está encogiendo. Massa no ha perdido tantos seguidores, pero Insaurralde, antes un desconocido para gran parte del electorado, está creciendo tomado de la incansable mano de Cristina Kirchner.
La Presidenta se propone superar el piso del 30 por ciento de los votos que le auguran los encuestadores. Necesitará sumar votos en la homérica Buenos Aires, aun perdiendo, para compensar probables derrotas en otros distritos. Massa aspira a tocar el 40 por ciento de los votos en agosto, que todavía no los tiene, para acercarse en octubre al 50 por ciento, que es su meta real. El problema de la Presidenta es que cualquier derrota en Buenos Aires será un enorme fracaso. Es el distrito que la hizo senadora en 2005, con un importante triunfo, y el que le permitió al kirchnerismo acceder al poder hace diez años. Nada describiría mejor la cortedad del futuro kirchnerista como una derrota en Buenos Aires.
Sin embargo, Cristina Kirchner cuenta todavía en ese monumental distrito con respetables índices de imagen positiva, alrededor del 45 por ciento. Esa cifra es un dilema existencial para Massa. No quiere enfrentarla directamente para poder conquistar votos de simpatizantes cristinistas, pero, a la vez, el antikirchnerismo le exige una oposición más clara que la que está haciendo. La declaración de Massa de que él no tiene "a los DElía ni a los Moreno" a su lado fue una estrategia perfectamente elaborada. Pegarle a Cristina por sus flancos más débiles, sin pegarle claramente a ella. Moreno es el personaje más impopular del Gobierno. Tampoco fue casual la peyorativa alusión de Massa a La Cámpora. Un encuestador le había dicho que si La Cámpora fuera una persona sería la más impopular del país.
Así las cosas, una pregunta debe hacerse. ¿Por qué el peronismo expresa en Buenos Aires al oficialismo y a la oposición? ¿Qué pasó con las fuerzas políticas no peronistas? ¿Qué pasó, sobre todo, con el radicalismo, el otro partido histórico de Buenos Aires, donde gobernó en los primeros cuatro años de la democracia argentina? La renovación del radicalismo bonaerense es una necesidad nacional de ese partido. Han surgido figuras nuevas (como el mendocino Ernesto Sanz o el tucumano José Cano), pero cualquier estrella radical se desvanece en la decisiva Buenos Aires, gobernada desde hace 30 años por una misma dirigencia extenuada. Hasta sus intendentes más taquilleros se fugaron a otras comarcas electorales.
La comodidad electoral del peronismo puede advertirse en los lujos políticos que se da. Daniel Scioli y Massa han estado en los últimos días a punto de ventilar sus vergüenzas. Todo comenzó cuando un dirigente massista criticó la administración presupuestaria de Scioli. Alberto Pérez, el funcionario de más confianza de Scioli, aseguró entonces que Massa se había "arrastrado" buscando un acuerdo con el gobernador. El intendente de San Miguel, el massista Joaquín De la Torre, amenazó entonces con hacer públicos los papeles en los que aparecería la letra de Pérez con escritos sobre los candidatos de la alianza frustrada. La polémica se frenó en el acto.
Esos papeles existen. Un intermediario veloz apaciguó el escándalo y evitó una nueva escalada. Scioli se quejó ante él de que Massa había roto un pacto de no agresión, hecho con posterioridad a la separación de sus proyectos. Massa no dijo nada y la crítica fue política. Vos haces campaña en el otro lado, le contestó el mediador. En rigor, el acuerdo entre ellos consistía en que ninguno contaría nunca hasta qué punto habían estado cerca, hace poco más de un mes, de sellar una alianza electoral. No hablaré de rumores de pasillo, se escabulló Massa en su momento cuando le preguntaron sobre esas negociaciones con Scioli. El acuerdo funcionaba. La sorpresiva aparición en días recientes de Alberto Pérez, que nunca habla sin la autorización de Scioli, pareció quebrar el pacto. El trato se rehízo ahora, frágilmente.
Nunca se han querido. El intendente de un country, le llama Scioli a Massa. Un hombre sin coraje ni audacia, dice Massa de Scioli. Los dos hablan así en la intimidad, nunca en público. El desprecio mutuo se explica por razones políticas y personales. Ambos se disputan ahora el liderazgo del peronismo bonaerense, que Scioli lo tenía asegurado hasta que apareció Massa. Un eventual triunfo de Massa le arruinaría a Scioli, además, su proyecto de ser un insuperable candidato presidencial del peronismo en 2015.
El matiz personal que los vincula es la manera de acercarse a la política, muy parecida entre ellos. Los dos hablan como la gente común quiere que hablen. Las encuestas le dan el contenido a sus discursos. Ambos tienen como referencia a "la gestión diaria" más que a un definido proyecto de país. Los dos han escalado en la política por la senda paralela de la relación personal con el "famoseo" local. El "famoseo", más que la política, los ha hecho famosos. Son los parecidos, y no las diferencias, los que provocan el desdén que se prodigan.
La única diferencia palpable es que la audacia existe en Massa tanto como falta en Scioli. ¿Por qué entonces Massa trabajó hasta el instante agónico en un acuerdo con Scioli? ¿Por qué Scioli negoció con Massa un plan electoral conjunto? Era el programa de un patriota, explican cerca de Massa. Puede ser que haya tenido esa improbable inspiración, pero también influyeron otros factores. Uno de ellos fue la necesidad de no enfrentarse al mismo tiempo con la Presidenta y con el gobernador. Massa quería una compañía de peso para desafiar a Cristina, dice otro massista. Scioli era irreemplazable en ese papel, aunque con él viniera Francisco de Narváez. El entorno de Massa (sobre todo el popular intendente de Almirante Brown, Darío Giustozzi) rechazó siempre a De Narváez.
Scioli, a su vez, vaciló entre tener un destino o empezar a perderlo. Una alianza triunfante con Massa le hubiera permitido imaginar un futuro con él como candidato a presidente y con el otro como candidato a gobernador en 2015. Scioli llegó a consultar su decisión hasta con artistas y deportistas que lo frecuentan. La mayoría de ellos le aconsejó que tomara a tiempo distancia de la Presidenta. Luego, Scioli se envolvió en la bandera de la defensa institucional de Cristina, pero más tarde se metió con una extraña pasión en la campaña cristinista. Conserva su buena imagen, pero ahora una derrota de la Presidenta sería su derrota.
El único que calló hasta ahora sobre aquellas negociaciones ocultas es Mauricio Macri, que también participó de esas tratativas entre Scioli y Massa hasta 24 horas antes del cierre de las listas. Macri se reunió personalmente con los dos, por separado, dos días antes del sábado 22 de junio. Massa le anunció que habría un acto de los tres, anunciando esa alianza, el sábado del plazo final.
Macri era el más escéptico. Nunca confió en la firmeza de la decisión política de Scioli y tiene los reparos propios de todos los que vienen del antiperonismo. Cree, en el fondo, que la Argentina debe superar la eterna oscilación entre un peronismo y otro peronismo. Macri deberá buscar una alternativa bonaerense para dentro de dos años. Con lo que tiene no le alcanza. Aunque han hecho una alianza a medias, en algún lugar del camino por venir Massa y Macri son incompatibles. De hecho, el viernes Macri mostró su lejanía con Massa cuando le pidió públicamente a éste que fuera más anticristinista, una frontera que el alcalde de Tigre no está dispuesto a explorar por ahora.
La disputa entre Scioli y Massa consiste, al final del día, en determinar cómo será el liderazgo del peronismo cuando ya no esté ningún Kirchner. Massa es un creyente convencido en que la distancia con el cristinismo lo ayudará a hacerse de un poder seguramente vacante. Scioli, un optimista incurable, sostiene, en cambio, que la entrega del poder a él será el último legado de Cristina, cuando ella vislumbre que su único horizonte es el fin..