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Apenas una carilla y media necesitó la Iglesia para clavar en el centro del debate público el peligro del narcotráfico, la ineficaz acción del Estado para combatirlo y las complicidades de la política y las fuerzas de seguridad con ese negocio, que es capaz de corroer sociedades hasta el mismo hueso.

¿Por qué ahora y no antes, si el problema viene desde hace tiempo? Una respuesta posible es que el documento del 8 de noviembre tuvo un impacto tan profundo gracias a lo que sucedió el 13 de marzo: ese día el cardenal Jorge Bergoglio fue elegido Papa. Desde entonces, afortunadamente, nada fue ni será igual a como era.

Si no la letra, al menos el espíritu de Francisco está en el aire que respira la carilla y media de los obispos. Advierten que se está llegando a una “situación de difícil retorno” y alertan que si la dirigencia no toma conciencia y actúa en consecuencia “costará mucho tiempo y mucha sangre erradicar estas mafias”.

El texto dice que “perseguir el delito es tarea exclusiva e irrenunciable del Estado”. Y habla de cuestiones tan terrenales como “la desprotección de nuestras fronteras” y “la demora en dotar de adecuados sistemas de radar las zonas más vulnerables”. Todo muy directo y concreto: es el estilo Francisco.

El martes, cuatro días después de que hablara la Iglesia, la Corte Suprema se sumó a la ola y exigió al Gobierno medidas contra el narcotráfico. Pidió más fuerzas federales, más control aduanero y migratorio, más jueces y más cárceles. Su reclamo no tiene ni el peso ni la autoridad moral que hoy distinguen a la Iglesia. Pero sumó en el mismo sentido, incluso en el hecho de agriarle los desayunos a la inquilina de la quinta de Olivos.

Una decena de funcionarios, con el ministro y el secretario de Seguridad a la cabeza, salieron a responder en coro desafinado. No hubo dos declaraciones coincidentes, pero sería injusto acusar por esto sólo a Arturo Puricelli y Sergio Berni. Las explicaciones contradictorias o negadoras de otros que se pronunciaron -como el jefe de Gabinete Juan Manuel Abal Medina o el ministro de Justicia, Julio Alak- fueron una señal del desconcierto del momento. Y, lo que es más grave, de la falta de una línea de trabajo que pudiera ser expuesta y defendida, aun en sus errores.

Otros políticos aprovecharon para desmarcarse. Lo hizo Daniel Scioli, que recibirá a los obispos cuyo documento tanto enojó al Gobierno; su ministro de Seguridad, Alejandro Granados; y el gobernador de Córdoba, José de la Sota, que en Twitter escribió: “No hay lugar para distraídos”.

El tema no deja lugar al juego de las especulaciones. Porque el avance del narcotráfico requiere más que gendarmes y policías; más que juzgados y controles. Hay un escenario social y económico que facilita la proliferación del veneno y debe ser afrontado.

Daniel Arroyo, ex viceministro de Desarrollo Social, especialista en diagnóstico y propuestas para atacar las desigualdades más flagrantes, explicaba días atrás que el negocio de la droga, en sus escalones minoristas, ya es una forma de sustento de familias desprotegidas.

Hijos de esas familias, jóvenes sin empleo ni trabajo, son los “soldados” que matan y mueren por las disputas de territorio, en un país fragmentado en el que la vida parece valer muy poco pero la muerte se compra muy cara.

El historiador Jorge Ossona señaló, en un artículo publicado en Clarín esta semana, que los pilares que sostienen el narcotráfico están en “los nichos de la nueva pobreza”, articulados con un Estado que resigna funciones y con la lógica de la política clientelista.

Delincuentes que matan drogados y crímenes provocados por el negocio narco. Inseguridad y narcotráfico marchan cada vez más juntos, más letales.

Elisa Carrió asegura que la instalación a gran escala de la droga comenzó aquí hace más de diez años, cuando los carteles empezaron a ser desplazados de Colombia.

“Hay un cartel colombiano y otro cartel de la política. Esa es la guerra que ya estamos empezando a ver”, asegura.

“Estamos sitiados por el narcotráfico y esto es trágico” advierte Carrió, tantas veces criticada por apocalíptica, tantas veces comprobados después sus apocalipsis.

La cuestión interpela a la dirigencia. En particular a quienes gobiernan hoy y a quienes pretenden gobernar de 2015 en adelante. Se puede mirar para otro lado y ser cómplice por temor o negligencia. Pero todo esto está pasando, aquí y ahora.