No fue obra de la política, sino de los jueces y los curas. Por esas puertas inesperadas ingresó de repente en la agenda pública un debate incómodo: la creciente y peligrosa presencia del narcotráfico en la Argentina. Un conflicto ignorado por el kirchnerismo en diez años de poder casi absoluto. En esa década, el tráfico, producción y consumo de drogas crecieron exponencialmente en el país. Los vínculos de la droga con la política, las policías y sectores judiciales son ya inocultables. La pregunta que nadie quiere responder, tal vez porque todos presienten una respuesta muy triste, es hasta qué madrigueras del Estado penetró el monumental negocio del comercio de estupefacientes .
Los obispos gritaron primero. Ellos no tienen información reservada, pero cosechan las noticias que les llegan a las parroquias o que son susurradas en los oídos de los curas. La Corte Suprema de Justicia, que bramó después, tampoco cuenta con información propia, pero sus miembros leyeron y escucharon con asombro las historias que les contaron los jueces federales del Norte. La Argentina tiene fronteras porosas . La policía parece no existir y la política se pone de perfil ante ese drama. Hasta las encuestas señalan que una importante mayoría social considera muy fácil el acceso a las drogas. Cree en lo que existe. La venta de drogas está liberada de hecho en la Argentina.
La política se divierte, entre tanto, con vanos debates. ¿Debe aplicarse en el país un sistema de derribo de aviones? Una parte del Gobierno se manifestó en contra. Otra parte opinó que es una alternativa que debería analizarse. Palabras inútiles. La Argentina no tiene radares en sus fronteras para detectar vuelos clandestinos. Y si los tuvieron, tampoco cuenta con aviones militares para provocar los derribos. Una sonora denuncia de corrupción aparece cada vez que un gobierno anuncia una política de radarización de las fronteras. Es llamativo. ¿No serán denuncias hechas por los que les conviene que el país siga sin radares?
La Corte Suprema y la Iglesia le hicieron, además, un favor a la verdad entera. Contaron un relato que abarca a todo el territorio nacional. La propaganda kirchnerista ubicaba el flagelo sólo en Santa Fe y en Córdoba, dos provincias gobernadas por opositores. El diputado camporista Andrés Larroque llegó a culpar al "narcosocialismo" por el conflicto del narcotráfico en Santa Fe. Nunca ningún kirchnerista habló de los estragos de la droga en la provincia de Buenos Aires, en donde está el mayor mercado de consumo nacional, ni en la Capital, en donde la primera responsabilidad es de la Policía Federal.
Hace poco el juez federal Julián Ercolini pidió la ayuda de la Policía Metropolitana para comandar un operativo en la villa 31. La investigación previa de la Justicia resultó acertada: encontraron drogas y armas de sofisticados calibres en un lugar recóndito del asentamiento. Detuvieron a 14 personas, todas extranjeras. En cualquier momento del año hay noches en que los fuegos artificiales alumbran esa villa. No son alegrías por fiestas extemporáneas, sino el santo y seña que indica que hay drogas para vender.
La Corte puso el acento en el norte del país, mientras la Iglesia se refirió a un drama nacional. Noticia ingrata para el kirchnerismo. Las tres provincias aludidas por el máximo tribunal (Salta, Jujuy y Tucumán) son gobernadas por mandatarios cercanos a la Presidenta. A los jueces les llegó una información que los dejó petrificados. Por el paso Salvador Mazza-Yacuiba, en la frontera de Salta con Bolivia, suelen ingresar los que se llaman, en la jerga del delito, "operativos caravana". Una camioneta cargada hasta el colmo de armas sofisticadas, precisas y devastadoras se coloca a la cabeza de unos 100 automóviles. Una camioneta de las mismas características es ubicada al final, cerrando la caravana. En los autos van las drogas y también el contrabando, que termina, por ejemplo, en La Salada, el ejemplo nacional y popular de Guillermo Moreno. La Gendarmería se hace a un lado. Dice que un batallón podría caer fulminado con una sola ráfaga de tiros de esas letales armas.
Otro punto de ingreso importante está en el paso de La Quiaca, en Jujuy. Todas las caravanas terminan en Tucumán, desde donde se distribuyen las cargas a distintos destinos del país. En Tucumán no hay cárceles federales, y las que existen en Salta y Jujuy son viejas e insuficientes. Los convenios con los servicios penitenciarios provinciales no funcionan, porque en esos lugares los presos viven hacinados. Los jueces federales salteños Jorge Vellada y Roberto Loutayf Ranea y los tucumanos Daniel Bejas y Fernando Poviña le pidieron a la Corte que interceda ante el gobierno nacional para la construcción urgente de cárceles. La escasez llegó a tal extremo que un gobierno salteño habilitó containers para alojar (es una manera de decir) a los presos bajo jurisdicción federal.
Otro fenómeno sucedió sin que nadie se diera cuenta. Los jefes de los principales carteles de la droga colombianos y mexicanos advirtieron que la Argentina es parecida a un enclave europeo en América latina. Primero enviaron a sus familias y luego mandaron las estructuras de protección de sus familias. Aquí podían vivir cerca de sus familiares, pero en lugares parecidos a la mítica Europa. Esos equipos de custodios descubrieron que ellos también podían independizarse de sus jefes y hacer sus propios negocios en la Argentina con la compraventa de drogas. Empezó no sólo el negocio; también dieron rienda suelta a las guerras entre grupos enfrentados de narcotraficantes. Aparecieron los sicarios, y la Capital y la provincia de Buenos Aires se convirtieron en escenarios habituales de extraños crímenes.
Ni las policías ni las justicias locales pudieron esclarecer nunca ninguna matanza. Los gobiernos provinciales ni siquiera saben qué hacían esos extranjeros en el país. Radicarse en la Argentina es un trámite fácil. Los jefes supremos de la droga descubrieron, además, que aquí no sólo sus familias podían vivir cómodamente. También es un país sin muchos problemas para lavar dinero. Y es, al mismo tiempo, un buen productor de insumos químicos necesarios para la elaboración final de muchos estupefacientes. El país se llenó de "cocinas" que producen drogas. Resultado: la Argentina produce, consume y exporta drogas. El gobierno de Cristina Kirchner tiene vacante desde hace meses la Secretaría de Estado que debe combatir el tráfico de drogas (Sedronar): ésa es la importancia que le da a un drama que puede condicionar dramáticamente el futuro inminente de los argentinos.
Durante gran parte del gobierno kirchnerista, el tema fue motivo de una dura lucha interna entre el entonces ministro del Interior, Aníbal Fernández, y el también entonces titular del Sedronar, Juan Ramón Graneros. Fernández batalló para sacarle a Graneros la facultad de autorizar la importación de materia prima (la efedrina, sobre todo) para los productos químicos que se utilizan en la elaboración de las drogas. No lo consiguió. La pelea incluyó hasta un hallazgo de drogas en una camioneta de la oficina de Graneros, que éste denunció como una operación política del ministro Fernández en su contra.
Comisarías intervenidas en la provincia de Buenos Aires por sospechas de vínculos con narcotraficantes. Ministros destituidos en Santa Fe y en Córdoba. Gobiernos provinciales que callan. En el Litoral, por ejemplo, ningún gobernante se afligió nunca por sus fronteras, también perforadas por el crimen. El gobierno kirchnerista flotó hasta aquí con el argumento de que las drogas eran un problema exclusivo de Washington. Hasta ahora, cuando en el despacho de los presidentes estallaron el escándalo y su furia..