Se sabe que el paso del tiempo es un registro subjetivo, ligado a las experiencias vitales y los acontecimientos sociales. Para unos es posible rememorar la infancia entre dos estaciones de subte, como le ocurría al Charlie Parker de "El Perseguidor", de Cortázar. Para otros, según nos recuerda el tango "Volver", dos décadas no son nada. Las variaciones pueden resultar infinitas, desconcertantes, porque el tiempo vivido es una longitud indescifrable y polémica.
En ciertas épocas, a las sociedades les ocurre lo mismo: el tiempo queda sujeto a discusión, su relevancia o intrascendencia, su carácter emancipatorio o tiránico, es objeto de debate e interpretaciones divergentes. Así, la historia de un país se convierte en un campo de batalla. Sin duda, uno de los legados del kirchnerismo, por ahora con final abierto e imprevisible, será haber desatado esta controversia cuando la Argentina ingresaba en el siglo XXI.
Hace hoy exactamente diez años, Néstor Kirchner se calzó la banda presidencial e inició una de las etapas políticas más polémicas y dramáticas de la historia contemporánea argentina. Ese ciclo, aún no concluido, es en muchos sentidos excepcional: incluyó su propia pasión y muerte, la construcción de una democracia plebiscitaria sin antecedentes, un período de recuperación económica después de una crisis terminal, la revisión de la política de derechos humanos, el descrédito de la Argentina en Occidente, la mala praxis administrativa y resonantes casos de corrupción. Más allá de las vicisitudes y polémicas, la muerte de Kirchner, un hombre joven y entregado a la política, les otorgó a estos años una peculiaridad trágica y épica, que no habían tenido los anteriores gobiernos desde la recuperación de la democracia.
Para consolidarse, después de un inicio débil, Néstor Kirchner optó por gestos inequívocos, cuyo sentido fue dejar en claro su intención de cambiar el curso de la historia. Las circunstancias eran propicias: el país salía con dificultades de una devastación, cargado de horror económico y careciente de autoestima y liderazgo político. El espacio para una amplia restitución material y simbólica estaba abierto. Lo posibilitarían tres factores: la nueva riqueza proveniente de la soja, la ausencia de oposición y la propia audacia política.
Tal vez sin saberlo, Kirchner se aventuró a contar la historia argentina al modo de Walter Benjamin, convirtiéndola en la aventura de los oprimidos. Abrazó a los humillados del presente económico y a los ofendidos del pasado político. Y señaló a los responsables de su sufrimiento: la represión militar de los 70 y el neoliberalismo de los 90. Con esta operación quebró el vínculo entre pasado y presente que había establecido la democracia a partir de 1983: el pasado era la dictadura, el presente eran las instituciones. Con Kirchner, el pasado regresó en bloque como experiencia trágica, sin distinción de régimen político. Así, los militares de la dictadura y los neoliberales de la democracia resultaron (y resultan) homologados. Según la interpretación del régimen, fueron equivalentes y produjeron lo mismo: desaparecidos, desempleados, explotados. Por eso, el 24 de marzo de 2004, a poco menos de un año de asumir la presidencia, Kirchner desconoció los juicios a los militares en los 80 como un logro de la democracia incipiente. Para el kirchnerismo no hubo gesta democrática hasta un día como hoy, hace diez años.
El recurso a la memoria es un requisito indispensable para que "el Otrora encuentre el Ahora" como quería Benjamin. A poco de andar, el kirchnerismo blandió la memoria como una herramienta clave. Y la utilizó al servicio de su particular interpretación de la historia argentina. Se arrogó nada menos que la administración de la memoria de un país. Esta audacia produjo un efecto hemipléjico, previsible, que el filósofo Paul Ricoeur describe como "el exceso de memoria aquí, el exceso de olvido allí?". Aunque deben reconocerse los logros en materia de derechos humanos y el rol del Estado en la economía, los estragos del reparto injusto de la memoria son perversos, nocivos para la sociedad.
Una década después la realidad se trastocó dramáticamente: al agonismo redentor del primer Kirchner, le siguieron la consagración autorreferencial de Cristina y la decadencia del modelo. El tiempo ya no es propicio, es adverso, aunque el Gobierno lo niegue. En esas condiciones, insistir en las batallas por la historia puede ser un error. Y asumir la defensa sesgada de los humillados puede tener consecuencias paradójicas. Hoy el pasado sigue incrustado en el presente, obturando el futuro. Y los que apostaron por los oprimidos no logran explicar por qué algunos compañeros de ruta amasaron fortunas incalculables y corruptas, propias de los opresores.