Diez años después de un poder casi absoluto, el kirchnerismo acaba de depositar en manos de La Cámpora la solución del problema inflacionario. Sería una versión irónica de las decisiones presidenciales si no fuera una verdad ominosa de la realidad que gobierna Cristina Kirchner. Una década de poder termina también encumbrando a Amado Boudou, uno de los políticos más devaluados, como probable sucesor de la Presidenta. Sería un síntoma alarmante de impotencia si no fuera más que eso: Boudou podría convertirse en la última carta de Cristina para jugar en las elecciones en la provincia de Buenos Aires. La década kirchnerista es una refutación constante entre relato y realidad, un combate en el que el discurso es siempre derrotado por la tenacidad del contexto.
Ayer, en medio de una deslumbrante movilización del aparato político-sindical (que no dejó solo al núcleo duro del kirchnerismo), la Presidenta volvió a apelar a sus retoños camporistas. En un discurso invertebrado y carente de estructura, la Presidenta fue clara sólo cuando convocó al temor, al propio y al ajeno.
Llamó a su juventud a organizarse. ¿Para qué? ¿Por qué? No lo precisó. Sólo repitió la consigna del jefe camporista Andrés Larroque, que antes también habló de la necesidad de que la juventud cristinista se organice con miras a una resistencia innominada. Cristina les advirtió que podrían venir por ellos. ¿Será para sacarles los sueldos del Estado? No hay otra persecución a la vista.
Cerca de elecciones, Cristina siempre se acuerda de que el peronismo existe. Habló de Perón y de Eva por primera vez en mucho tiempo. Sintió seguramente los efectos de ese discurso recurrente y devastador de sus opositores peronistas: no gobierna el peronismo, sino un cristinismo con aderezos propios y excluyentes, dicen éstos. Sólo aludió a problemas concretos (la inflación, por ejemplo) para echarles la culpa a otros.
La inflación es el problema que ha destruido los pergaminos reales o falsos del cristinismo. Devaluó el salario, amplió el núcleo estructural de la pobreza, destruyó el valor de la moneda nacional, empujó un déficit cada vez más grande de las cuentas públicas y obligó a la economía argentina a una vetusta autarquía.
Podrá decirse que Cristina Kirchner usará a sus jóvenes camporistas para agravar la sensación de miedo que ya existe en algunos sectores sociales. Muchos empresarios no necesitan de La Cámpora para sentir miedo; con Guillermo Moreno les sobra y les basta. Resulta extraño, por otro lado, que la Presidenta haya reducido la militancia política, de la que ella se ufana, a la antipática tarea de atemorizar con violencias simbólicas o prácticas. De todos modos, ¿qué podrán hacer esos jóvenes cuando se encuentren ante una presunta alteración de los precios? ¿Qué herramientas del Estado tendrán en sus manos? ¿A qué otra acción que no sea la delación podrán recurrir? ¿Acaso, la delación podría ser una gestión militante en una democracia con derechos y garantías?
Una parte importante del relato está dedicado a enfatizar sobre la reconstrucción de un Estado que estaba vacío. Sin embargo, una década después el Estado no sirve ni siquiera para controlar los precios de 500 artículos, que significan apenas el 2 por ciento del total de productos que circulan en un hipermercado. El control de precios es siempre una perversión de la vieja ley de la oferta y la demanda. Pero aun ese error requiere de cierta capacidad técnica para implementarlo. ¿En qué universidad estudiaron los jóvenes cristinistas esos conocimientos como para aplicarlos en el almacén de la esquina? ¿O toda la estrategia se limita a la amenaza y la coacción?
El régimen venezolano ha copiado del cubano algunas prácticas similares de control y delación civiles. Cristina Kirchner se siente tan identificada con el gobierno venezolano que en la reunión de la Unasur, en Lima, poco después de las elecciones que Nicolás Maduro habría ganado por un puñado de votos, denunció un golpe de Estado en Caracas. Lo argumentó sosteniendo que la oposición al chavismo se atribuía la victoria. ¿Cómo? ¿Perder una elección es ahora un golpe de Estado? La presidenta argentina quedó aislada en Lima con su extravagante teoría, sobre todo después de que la brasileña Dilma Rousseff volcara la balanza hacia una posición más racional.
En Lima hubo un esbozo del discurso oficial que se desplegará dentro de la Argentina. Cristina está acorralada por denuncias de corrupción que ella no responde, pero que la Justicia investiga. Los fiscales parecen haberse revelado contra su jefa, Alejandra Gils Carbó, y hacen más de lo que hubieran hecho en épocas normales. Los jueces pueden ser comprensivos con el cristinismo durante un tiempo, pero no todo el tiempo. No pueden, en síntesis, cajonear todos los pedidos de los fiscales, que generalmente están bien fundamentados. Los fiscales están tirando anzuelos en la pecera presidencial: Lázaro Báez conduce directamente a la Presidenta y su familia.
Un espectáculo de dólares y euros estalla como fuegos artificiales desde propiedades que son o fueron de los Kirchner. La Presidenta está ingresando en una galaxia desconocida para ella. Las denuncias de corrupción de la era kirchnerista habían manchado a viejos colaboradores de su marido (Julio De Vido o Ricardo Jaime, entre varios más) y hasta al propio Néstor Kirchner. Nunca habían rozado personalmente a la Presidenta. Pero ¿podrá Cristina decir que ignoraba ese trasiego de dinero a pocos metros de ella o dentro de sus propias casas? Ella, como acusada o sospechada, es una situación nueva que cambia radicalmente su estado político y emocional. La próxima estación consistirá en la enfurecida denuncia de maniobras destituyentes.
Las denuncias de corrupción coinciden con una clara y acelerada declinación de la Presidenta en las encuestas. Perdió unos 10 puntos de aceptación social en apenas un mes, según distintas mediciones de opinión pública. Su problema consiste en que la corrupción presunta, el autoritarismo y el golpe a la Justicia son contemporáneos con la decadencia económica. Gran parte de la sociedad dice no sentirse mal económicamente, pero es mayoritariamente pesimista sobre los próximos meses de la economía. El pesimismo es, en este caso, un sinónimo de desconfianza. Una mayoría notable de argentinos no confía en la Presidenta ni en su pobre equipo económico para resolver los problemas cotidianos. Cristina le contestó a ese peligroso pesimismo con el control de precios a cargo de las milicias de La Cámpora. La Presidenta es, por lo que se ve, la única argentina optimista.
Se necesita mucho optimismo, realmente, para creer que Boudou podría ser una solución electoral. Barrido hacia el fondo del favor popular por una marea propia de denuncias de corrupción, el cristinismo más disciplinado (Diana Conti y Edgardo Depetri) empinó al vicepresidente a la condición de sucesor de Cristina en 2015. La estrategia sería más corta, casi agónica: Boudou podría ser el primer candidato a diputado nacional por la provincia de Buenos Aires si fracasara, como está fracasando, el intento de instalar la candidatura de Alicia Kirchner. Siempre será preferible que el que pierda no sea un Kirchner.
La política se trasladará aún más al despacho de los jueces. El cristinismo decidió, por lo tanto, meterles miedo a los almaceneros y a los jueces. Una de las reformas menos mencionadas del Consejo de la Magistratura es la que estipula que una mayoría absoluta (la mitad más uno del pleno de los consejeros) podrá abrir una investigación sobre un juez y suspenderlo en el acto. En la ley actual esa decisión puede tomarla una mayoría calificada, los dos tercios de los consejeros, que es lo que obstruyó siempre los proyectos vengativos del oficialismo.
Desde la semana que se inicia, cuando quede automáticamente promulgada la reforma del Consejo, una catarata de planteos de inconstitucionalidad caerá sobre los tribunales federales de todo el país. Pedirán la inconstitucionalidad de la elección popular y partidaria de los consejeros, de la decisión de cambiar las mayorías para premiar y castigar a los jueces y de la propia composición del Consejo. Un juez podrá decidir de una manera y otro juez, de otra. Para frenar la elección popular, cuyos plazos inminentes comenzarán a vencer el 12 de junio, los jueces necesitarán dictar cautelares, que han sido virtualmente eliminadas por la reforma judicial. Deberán, por lo tanto, resolver antes la constitucionalidad -o no- de la reforma de las cautelares.
Los jueces deben hurgar ahora, conmovidos por ese clima de precariedad laboral, sobre las fortunas de Lázaro Báez y los Kirchner. La reforma judicial y las milicias populares cuentan más que nada de la desesperación de un cristinismo exhausto.