Aparentemente, la explicación de lo que ahora viene en la Argentina es bien sencilla: mientras Cristina Kirchner buscará retener el poder por lo menos hasta diciembre de 2015, la oposición procurará arrebatárselo a partir de esta fecha. Pero no bien hemos formulado esta disyuntiva al parecer sencilla, empiezan las dificultades de interpretación. El segundo mandato consecutivo de la Presidenta terminará irrevocablemente el 10 de diciembre de 2015, sin que esté habilitada para pretender un tercer mandato consecutivo, que le está expresamente prohibido por la Constitución. La primera duda surge entonces ante la siguiente pregunta: ¿está verdaderamente dispuesta Cristina a abandonar el sillón presidencial de aquí a dos años? Hasta ahora no ha dicho nada al respecto. ¿Cómo interpretar su silencio?
Salvo los contados casos de los gobiernos pretendidamente vitalicios que aún se dan en nuestra región detrás de presidentes como Maduro en Venezuela, Morales en Bolivia y Correa en Ecuador, la gran mayoría de los presidentes latinoamericanos son republicanos y con esto queremos decir que aceptan sus plazos constitucionales , que no se rebelan contra ellos. A esta categoría pertenecen los presidentes de Brasil, México, Chile, Colombia, Perú, Uruguay, Paraguay y todos los gobiernos centroamericanos con la solitaria excepción de la Nicaragua sandinista. Esta enumeración resultaría aplastantemente republicana si no fuera que el país más próximo a Cristina en nuestra región es, precisamente, la Venezuela de Nicolás Maduro.
El hecho de que Cristina no se haya definido aún frente al dilema de 2015 revela que no ha perdido del todo la esperanza en un poder vitalicio que también albergan Maduro, Morales, Correa y Ortega, o al menos que, si está empezando a perderla, tratará de disimularlo por el mayor tiempo que sea posible para que no le estalle en las manos aquella profecía de Ortega y Gasset según la cual "como ande oscura la cuestión del mando, todo lo demás marchará impura y torpemente". La "cuestión del mando" anda oscura entre nosotros por dos razones: del lado del Gobierno, porque aún no sabemos si Cristina aspirará abiertamente a ese tercer mandato consecutivo que rechaza nuestra Constitución; del lado de la oposición, porque no ha surgido todavía el candidato de unidad que desafíe seriamente a Cristina en dirección del futuro.
Un dato que los contendientes en la lucha por el poder tendrán particularmente en cuenta será, a no dudarlo, el resultado de la renovación parlamentaria del próximo 27 de octubre. En dicha jornada, que ya está sólo a cinco meses de distancia, si Cristina gana verá reforzadas sus presuntas apetencias re-reeleccionistas con vistas a 2015 y, si pierde, estas apetencias empezarán a esfumarse. ¿Pero qué significaría "ganar" para la Presidenta? Por lo pronto, "retener" una buena parte del extraordinario 54 por ciento que logró en las elecciones presidenciales de 2011. Y además, que los sufragios opositores se dividieran entre dos o más candidatos, de manera tal que, al no sumarse detrás de un solo rival, no pusieran en peligro la primacía cristinista. Algunos opositores agregan esta otra pregunta inquietante. ¿Habrá fraude? Si las irregularidades en el recuento de los votos no sobrepasaran un 3 por ciento considerado "normal", no debería haber problemas salvo que el escrutinio resultara extraordinariamente reñido. Si sobrepasaran la marca del 3 por ciento, habría que preocuparse.
En el caso de que Cristina quisiera en verdad ser reelecta para un nuevo período a partir de 2015, tendría que superar todavía una alta valla legal: la prohibición constitucional de la re-reelección. Esta alta valla podría sortearse sólo mediante una abrumadora victoria de Cristina, ya sea en 2013 o en 2015. Pero el hecho es que los votos que retiene la Presidenta, según las encuestas, apenas si son comparables con los de su peor elección, la de 2009. Pretender "saltar" otra vez de este modesto nivel al "techo" de 2011, ¿no sería pretencioso, casi utópico, en un momento como éste, cuando las acciones de Cristina vienen bajando?
Nos asaltan así dos pesimismos convergentes en función de los cuales nadie , ni Cristina ni sus adversarios, está convencido de ganar. Pero el sentido común nos dice, al mismo tiempo, que alguien tendrá que ganar. ¿Quién? ¿La Presidenta o sus rivales? Había un chiste que circulaba por España en tiempos de Franco. Un interlocutor le dice a otro "¿Sabes que ha renunciado Franco?" A lo cual éste responde entusiasmado "¡Entonces, que viva la libertad!" Pero vuelve a preguntar: "¿Y quién sucede a Franco? Nueva respuesta: "El propio Franco". Respuesta final: "Menos mal, ¡que viva el orden!"
¿Se dará una alternativa similar en el caso de la sucesión de Cristina, de aquí a apenas dos años? España, de hecho, a la muerte de Franco recuperó la democracia. Pero Cristina, por lo pronto, está viva, y a la cabeza de un régimen semiautoritario, donde retiene casi todo el poder. En el futuro próximo se le abrirán tres opciones: insistir en busca de la re-reelección, pero ya más abiertamente que ahora, nominar un sucesor o, simplemente, bajar al llano y desensillar hasta que aclare.
Una pregunta incidental, cuya importancia, sin embargo, crece día a día, es la siguiente: ¿hasta qué punto influirá en el futuro de Cristina el clima de escándalo que viene de rodear a la memoria de Néstor Kirchner? Nuestra sociedad, ¿terminará por eximirla de las conexiones evidentes de Néstor con la corrupción, con nombres como los de Lázaro Báez que ya es imposible desligar de todo que ocurrió en Santa Cruz, de las bóvedas repletas de dinero, de las noticias de las irregularidades "al por mayor" que nos siguen asediando día por día? ¿O concluirá, al revés, que los argentinos hemos sido víctimas de la corrupción en esta década que termina en una escala nunca vista, y de cuyas consecuencias nadie que haya tenido poder podría ser exento, a comenzar por la propia Presidenta?
Quedan pocas dudas de que Néstor Kirchner aparece hoy como el jefe de una verdadera asociación de asaltos privados a los bienes públicos. Si Cristina ha sido su heredera política, si ha recibido su legado en el curso de este asalto al poder y al patrimonio público que se consumó en los últimos diez años, ¿cómo podríamos los argentinos limpiar esta mancha moral sin quedar sumidos en ella y sin advertir al fin que, a menos que castiguemos a los culpables, quedaremos envueltos en su mismo lodo? ¿Y cómo podría quedar limpia del oprobio nuestra propia Presidenta? ¿Será posible liberarla de sus responsabilidades, de la culpa colectiva que hoy estamos contrayendo millones de ciudadanos, al margen de que la hayamos votado o no la hayamos votado?
¿Qué pensar por otra parte de nosotros mismos? ¿Somos enteramente inocentes de lo que nos ha estado ocurriendo? ¿Cae nuestra culpa colectiva por las fallas de nuestro sistema político una vez que hemos emitido el voto? ¿Tenemos la obligación de servir a la patria únicamente en caso de guerra o de catástrofes? Hemos dado sobradas muestras de lo que podríamos llamar nuestro patriotismo espontáneo en las recientes catástrofes naturales que nos han azotado. Seguramente que la demostración de este espíritu cívico volvería a repetirse cada vez que fuera necesario. Pero a esta inclinación natural por la solidaridad que adorna a nuestro pueblo, ¿no debería completarla una mayor severidad para con aquellos que han cultivado la "viveza criolla" como si fuera otra de nuestras virtudes, la sospechosa "virtud" del pasajero gratis que, sin dar nada a cambio, extrae de la generosidad colectiva que elogia en los demás la clave de su propia indiferencia?.