Las cuentas públicas no cierran y las turbulencias internacionales fulminaron el gradualismo que Cambiemos propuso para volver al mundo de los normales. Nuevamente se plantea el ajuste, una película repetida aunque esta vez traiga una variante: se reconoce que el déficit es parte del problema pero no su causa profunda. Esta es una sociedad que gasta más de lo que producimos. Lo que vivimos es la crisis de nuestra forma de inserción en el mundo, incapaz de generar ingresos compatibles con nuestras expectativas de bienestar. Vendemos commodities agropecuarias, como lo hacíamos hace cien años, aunque no todo lo que podríamos, y el excedente, en general, va a compensar la poca competitividad de la industrial local.
Este esquema sirvió alguna vez, incluso, para ponernos entre los primeros países del mundo, pero hace mucho que dejó de ser efectivo porque el mundo cambió, pero fundamentalmente porque abusamos de él, aún frente a evidencias bastante claras de sus limitaciones y hoy – hace rato ya - solo cierra con pobreza, subempleo, economía en negro y alto déficit público.
En este contexto no debe sorprender que el humor social sea el que es. Para unos, la idea de que luego del ajuste estaremos mejor es poco creíble. Para el resto, el futuro posible de un país “normal” también es algo bastante difuso. Un estado más chico y eficiente es indispensable, pero es difícil que entusiasme como utopía social. Cierto que otros países lo hicieron, pero a partir de “épicas” bastante distintas, convocantes, y esto es lo que hoy hace falta: una utopía un poco más movilizadora de la que “no podemos indefinidadmente gastar más de lo que ingresa”.
En estos días, un país normal, integrado al mundo, supermercado en lugar de granero, parecen conceptos en la dirección adecuada, pero insuficientes. Hace falta una idea globalizadora que conjugue mayor competitividad externa con más empleo, inclusión social y la posibilidad concreta de que todos los territorios sean parte del cambio. La intuición dice que se requiere una estructura económica diferente a la que tenemos y no solamente en cuanto a lo económico, sino también en cuanto a las formas de asentamiento de la población en el territorio y como estos se integran a la economía nacional y global.
En esto el papel del sector agropecuario es un eje central del futuro. Pero no solo por ser la porción más competitiva de nuestra economía; el punto central es que es la base para el desarrollo de la bioeconomía, una visión que nos ofrece la utopía para imaginar un país bastante diferente, que se redefine fuera de los límites sectoriales que se plantearon con la revolución industrial. En parte porque es un concepto del mundo que viene y, no un tema menor, porque refleja y se nutre de nuestras fortalezas y saber hacer. Ofrece alimentos, insumos industriales y energías limpias en un mundo preocupado por su seguridad alimentaria y crecientemente acotado por el deterioro de los recursos naturales y el cambio climático, que demanda alternativas a los recursos fósiles. Un mundo donde –al menos por un tiempo- la biomasa es una fuente estratégica de carbono renovable para el inevitable proceso de “descarbonización” que demandan los actuales acuerdos internacionales; un potencial que los avances en la ciencia y la tecnología, día a día, amplían y refieren a todos los sectores de la economía.
Asimismo, las oportunidades están distribuidas territorialmente, lo que hace a la bioeconomía, federal por definición, y la plantea como buena base para la sustitución de muchas de las “armadurías” que hacen nuestro “sector industrial”. También permitiría avanzar sobre la crisis energética con soluciones relativamente rápidas y con mayores beneficios sociales (empleo) y ambientales, y mejor distribuidos en el territorio. Esto no significa abandonar “Vaca Muerta”, pero si redirigirla hacia la exportación, al tiempo que se transforma nuestra matriz energética hacia energía limpia y distribuida, que refleje los parámetros de sostenibilidad que el mundo valorizará más temprano que tarde.
Esta transición ya se está dando y se acumulan las experiencias empresariales en bioenergías, el agregado de valor en origen y el desarrollo de biomateriales. Y hay un sector científico y tecnológico involucrado en los nuevos temas y haciendo aportes a soluciones locales innovadoras y con tecnologías de punta.
El Estado también está acompañando a través de algunos mecanismos, pero el grueso de las políticas sigue concentrado la vieja orientación. Einstein decía que si se quieren resultados diferentes, no se puede continuar haciendo lo mismo que se está haciendo. Quizás ha llegado la hora de plantearse la bioeconomía como la nueva utopía para nuestra inserción en el mundo y rediseñar las políticas en consecuencia.