La política argentina inicia desde hoy un significativo cambio generacional en su dirigencia. Los próximos 18 días despedirán a Cristina Kirchner, la última persona que ocupó la presidencia, con una formación predemocrática. Casi todos los dirigentes que tendrán un importante protagonismo en la vida pública (incluidos los dos candidatos que disputarán hoy la presidencia) son hijos de la democracia.
La generación posdemocrática, cuyos miembros pertenecen a distintos partidos políticos, tiene una forma distinta de relacionarse con la política. Desconocen el atajo siempre fácil y deplorable de la violencia que, según los manuales de historia, empieza con las palabras y termina con los hechos.
Cristina Kirchner es una discípula de la cosmovisión mesiánica de los años 70. No sólo ella, sino gran parte de la generación política que se va. Algunos han progresado en la comprensión de las formas y el fondo de la democracia; otros se han encerrado en la melancolía de aquellos años. Son personas que hace 40 años tenían entre 22 y 30 años. El mesianismo (y la consiguiente violencia) atravesó toda la década del 70, primero espoleado por la insurgencia armada y, luego, por la represión sin medida ni límites de los militares. Esa formación es muy evidente en la Presidenta, que mezcla la indiferencia de la insurgencia hacia la democracia con el autoritarismo de los militares. Era impensable en 1983, en la primavera democrática, que 32 años después habría grupos políticos con poder que hablaran con desprecio de la "democracia burguesa" o que menospreciaran el "republicanismo", como el kirchnerismo llama despectivamente a la forma constitucional de gobierno de la Argentina. "Democracia burguesa" y "republicanismo" son términos habituales en los adherentes a Cristina.
Una democracia no tiene héroes ni santos, sino políticos simples que tratan de resolver los problemas. No toman la vida como una hazaña. Que Cristina Kirchner haya dicho que su marido es como un "barrilete cósmico" que conduce a la militancia, fue un ejemplo de su formación y de su desprecio por la democracia. ¿Qué diferencia hay entre el pajarito de Maduro que le habla en nombre de Hugo Chávez y el barrilete cósmico en que fue convertido Néstor Kirchner?
Los que vendrán son otra cosa. Bienvenidos. Era hora de que llegara una generación sin la necesidad de explicar el mundo con una conspiración y sin líderes ungidos en semidioses. Daniel Scioli tiene 58 años y tenía 16 cuando comenzó el momento más dramático de la ordalía de sangre durante el gobierno de Isabel Perón, que continuó con los militares. Mauricio Macri, de 56 años, tenía 14 en aquella época en que la vida no valía nada.
Macri y Scioli son, además, casos especiales, porque ninguno de los dos se interesó por la política hasta mucho tiempo después de la instauración democrática. Macri trabajó en las empresas de su padre y se dedicó luego a Boca. Scioli trabajó también con su padre hasta que se independizó en los años 90 (abrió un enorme comercio de artículos importados en Santa Fe y Callao) y se dedicó en cuerpo y alma a la motonáutica. Sólo en 1997 ingresó a la política como diputado por el peronismo. Macri descubrió su vocación política varios años después, ya en 2000. Compartieron siempre el gusto por las mujeres hermosas, pero sufrieron también momentos dramáticos. Scioli perdió un brazo en un accidente deportivo y Macri fue secuestrado por una banda de crueles comisarios. Son auténticos hijos de la democracia porque la política les fue indiferente, por edad y pertenencia social, en los años en que la violencia asolaba por izquierda y por derecha.
La generación que les sigue a ellos está integrada por personas que eran niños en los años 70. Sergio Massa tenía tres años cuando sucedió el golpe militar; Juan Manuel Urtubey tenía seis. María Eugenia Vidal tenía dos, y Horacio Rodríguez Larreta tenía diez. Marcos Peña, que será jefe de Gabinete en un eventual gobierno de Macri, no había nacido en 1976; tiene ahora 38 años. Massa y Urtubey serán protagonistas esenciales de la política por venir porque ya se entrevé la competencia que habrá entre ellos por el liderazgo de la renovación peronista. Renovación inevitable porque el peronismo sabe que, para aspirar a un futuro de poder, necesitará dejar atrás al kirchnerismo.
Vidal y Rodríguez Larreta liderarán también el futuro próximo porque, con Macri en la presidencia o sin él, deberán demostrar que Pro es capaz de gobernar en la situación adversa que dejará el cristinismo. Massa, Urtubey, Vidal y Rodríguez Larreta tienen algo en común: nunca se privan del ejercicio más elemental de la política: conversar y, sobre todo, conversar con el otro, con el que es distinto de ellos. Nunca estigmatizan a un adversario ni lo consideran un enemigo. De hecho, Massa tiene una relación constante con Macri y la tuvo siempre. "Debo admitir que Sergio tenía razón", suele decir Macri en las últimas horas cuando se refiere a la descripción que Massa le hacía de Scioli antes de que éste fuera otro Scioli.
El radicalismo no es ajeno a esa renovación. El intendente de Córdoba, Ramón Mestre, recientemente reelegido, tiene 43 años y es una figura importante en la conducción nacional de su partido. El radical tucumano José Cano tiene 50 años y acorraló al peronismo en la última elección. No ganó (¿o sí?, ¿quién lo sabe?), pero se convirtió en un protagonista seguro de la política por venir. Se sostiene, incluso, que podría tener un cargo importante en un eventual gobierno nacional de Macri.
El presidente del radicalismo, Ernesto Sanz (59 años), y el gobernador electo de Jujuy, Gerardo Morales (56), están más cerca de la generación de Macri y Scioli. Sanz, Morales, Cano y Mestre hicieron ya una renovación importante en el radicalismo: fueron apartando a ese partido de la intransigencia ideológica del alfonsinismo. Son hombres con vocación de poder, decididos a disputarles el gobierno a los peronistas. Tienen sus ideas políticas, pero están dispuestos a enhebrar alianzas en condiciones de acceder al poder. La vieja resignación radical frente al exitismo peronista se terminó con ellos.
Hay dos excepciones y las dos provienen de Córdoba. Son el peronista José Manuel de la Sota, de 66 años, y el radical Oscar Aguad, de 65. De la Sota sufrió la cárcel durante la dictadura y siempre repite que si algo aprendió de aquellos años fue el valor de la democracia. Su partido gobierna Córdoba desde hace 16 años y la relación de De la Sota con sus adversarios es extremadamente respetuosa. "A veces, prefiero un radical que un peronista", se lo escuchó decir con la típica ironía cordobesa. Después de haber sido un protagonista clave de la primera renovación peronista en los 80, De la Sota se prepara ahora para ser una figura clave de la segunda renovación. Aguad es una de las cabezas más modernas del radicalismo. Fue el primer radical que advirtió en Macri a un aliado ideal y lo dijo. Padeció por eso el aislamiento en su partido, pero no renunció a su convicción: la alianza con Macri, sostenía, era esencial para soñar con el poder y destronar al peronismo. La historia le está dando la razón.
Es extraño que una fracción política surcada por las heridas del pasado, como es el cristinismo, haya formado a la juventud más entusiasta de la política. Devolverle la vocación política a una parte de la juventud fue un acierto. Fanatizarla hasta el extremo de que confunda la democracia con una monarquía iluminada fue un colosal error de Cristina. La nueva generación de políticos deberá construir una juventud política con valores más modernos y democráticos, y demostrarles a los jóvenes cristinistas que hay otra manera de hacer política. Convencerlos de que el tiempo que añoran y no vivieron se terminó por fin.