Pero si llegamos, eso se terminó, tendremos que gobernar bien". Este hombre, acaso sin darse cuenta, alude a un concepto en el que se cifra la esperanza de millones de votantes: elegir a alguien que sea sensible y decente, y que posea la capacidad de formar un buen gobierno. Vincular el gobierno con la virtud no es, por cierto, una idea nueva. Tiene una larga trayectoria en la filosofía y en la ciencia política. En el libro El buen gobierno, del politólogo francés Pierre Rosanvallon, que se publica por estos días en Buenos Aires, se aborda exhaustivamente el tema.
Para elaborar su concepto de buen gobierno, al que llama "democracia de
ejercicio", Rosanvallon distingue dos planos convergentes. Uno es el de las
reglas que regirán la relación entre gobernantes y gobernados; el otro es el de
las cualidades que se requieren en un presidente. El argumento es que la
democracia, en cierta forma, cambió de eje: antes la clave era el vínculo entre
representantes y representados, que se resolvía en la elección democrática;
ahora, además de eso, ha adquirido centralidad la relación entre gobernantes y
gobernados. Para que ese lazo resulte satisfactorio no alcanza la elección, debe
haber calidad y eficacia en el ejercicio del gobierno. Y eso, ante todo, es la
responsabilidad del Poder Ejecutivo, que ha adquirido una relevancia decisiva en
esta época.
La responsabilidad, la rendición de cuentas, el hablar veraz y la integridad están entre las virtudes del buen gobierno que traza Rosanvallon. Considerando esos atributos, la nueva administración podría empezar, tal vez, por una auditoría y un sinceramiento -parecido a lo que los anglohablantes llaman due diligence- de la situación cultural, social y económica que heredará. Será importante entender que el nuevo presidente encontrará una sociedad donde las expectativas de bienestar superan largamente la capacidad del sistema económico e institucional para satisfacerlas. Según esas aspiraciones, sin embargo, decidirá mañana la mayoría: aquellos que están en una situación desfavorable apostarán a salir de ella eligiendo al que mejor les prometió superarla; los que lograron bienestar optarán por el que crean que lo mantendrá y aun lo incrementará. El nuevo gobierno deberá considerar estas creencias para calibrar, si no quiere equivocarse, el reacondicionamiento que necesita la economía.
Las expectativas de los argentinos no son contingentes, responden a una
ideología histórica, que un buen gobierno debe saber interpretar. Su base es la
preferencia por un Estado benefactor, que fija reglas a la economía privada,
establece políticas sociales y considera al empleo público -sobre todo en las
provincias pobres- un seguro de desempleo antes que un rol administrativo
eficiente. Mal o bien, estas ideas -que se instrumentan a través del gasto
público- constituyeron un programa implícito, compartido por peronistas y
radicales durante muchas décadas, con la excepción relativa de los años 90. Las
aspiraciones de millones de argentinos y la paz social que exhibe el país se
asientan en él. Este programa incluye también la ampliación de derechos civiles
y sociales, que distingue a la Argentina de los países de la región.
Esto introduce una cuestión clave. El nuevo gobierno, si aspira a ser bueno, deberá corregir las inconsistencias de este programa popular para hacerlo sustentable, evitando los desaguisados macroeconómicos e institucionales que lo tornan, cíclicamente, insostenible. Eso implicará un ejercicio de arbitraje de intereses difícil de lograr, que constituirá un verdadero desafío. En ese empeño, justicia social y república, Estado e iniciativa privada, proteccionismo y librecambio, campo e industria, Occidente y China no deberán ser considerados como antinomias sino como términos posibles de conciliar. Tal vez la idea de desarrollo, mencionada por ambos candidatos, sea un punto de referencia para esta compleja tarea.
A propósito de ella, quizá contribuya al buen gobierno retornar, como inspiración, a una conferencia que dictó Arturo Frondizi, en sus últimos años, sobre Carlos Pellegrini. "Uno de nuestros males ha sido y es no aprovechar el pensamiento nacional, cualquiera que sea el origen político de quien lo haya expuesto o lo exponga -dijo-. Grandes orientaciones e iniciativas son ignoradas. Algunas por ocultamiento deliberado, otras por pasión política, otras porque hieren intereses internos o externos que no quieren renunciar a privilegios. Necesitamos rescatarlas. Todo lo que ayude a la construcción de la Nación debe adoptarse renunciando a favorecer la perduración de viejas antinomias y la aparición de otras nuevas."
Frondizi rescataba a Pellegrini por sus ideas, no por su partido. La conferencia concluye así: "Éste es el homenaje que le ha querido rendir a Carlos Pellegrini, autonomista y conservador, como defensor de la industria nacional, Arturo Frondizi, desarrollista de origen irigoyenista. Pues pese a las diferencias políticas, cuando se trata de los grandes problemas de la Nación existe un único interés, que es el de la Patria".