Tucumán es ya algo más que una sospecha. Desde que estalló ese escándalo, el Gobierno vinculó a la oposición con una operación conscientemente dirigida a deslegitimar un eventual triunfo del oficialismo en las elecciones presidenciales del 25 de octubre. Es decir, la oposición estaba agigantando, insistió el cristinismo, un problema menor empujada por el prejuicio y la malicia. Sin embargo, la Cámara en lo Contencioso Administrativo de la provincia ordenó ayer que la Junta Electoral se abstenga de proclamar ganador a nadie hasta que no termine el juicio iniciado por el candidato opositor José Cano, quien pidió la anulación de los comicios. Esa instancia judicial encontró, al menos, pruebas razonables de fraude.

El conflicto tendría un tamaño inferior si sólo se encerrara en esa provincia. Un problema mayor surge, en cambio, cuando el escándalo tucumano se inscribe en un contexto mucho más amplio, que cubre a todo el país. Ese contexto de manipulaciones y prepotencias incorporó en las últimas horas, además, otros ingredientes. La decisión del Gobierno, por ejemplo, de condicionar severamente a la próxima administración con el proyecto de presupuesto para el año próximo. O la divulgación masiva de un libro para niños que recuerda a los libros de enseñanza primaria del primer peronismo. Un libro que desconoce abiertamente el derecho de los niños. ¿Cómo confiar, entonces, en una administración que está dispuesta a cometer semejantes abusos tres meses antes de que concluya su mandato?

Con todo, el gobierno de Cristina Kirchner debió aceptar, tarde y de mala gana, que aquel contexto existe y concedió algunas cosas para las elecciones de octubre. Pocas, como el GPS para los camiones que trasladarán las urnas o las cámaras de seguridad que grabarán lo que sucede en los lugares de votación. No hay muchas cosas más. Tampoco hay tiempo; falta sólo un mes y medio para las elecciones. La actual polémica era previsible. Después de doce años de poder, ningún gobierno se va sin la suspicacia del fraude. Mucho menos en un país que no revisó su sistema electoral durante los casi 32 años de democracia. Brasil lo cambió hace 20 años. México hizo muchas modificaciones a su sistema electoral, la última importante hace dos años. Ni los distintos gobiernos argentinos ni las oposiciones se ocuparon a tiempo de mejorar el sistema que hace posible la primera condición de la democracia: que los gobernantes sean elegidos por el voto popular.

Es anacrónico, por ejemplo, que la conducción fáctica del proceso electoral esté en manos del Gobierno, que siempre tiene un partido político y un interés electoral específico. Debería existir ya una agencia electoral independiente o la Justicia debería hacerse cargo de todo el proceso. En Brasil y Uruguay, por caso, es la autoridad judicial la que conduce todo el proceso electoral. Aquí, lo hacía el Ministerio del Interior hasta que a Florencio Randazzo se le ocurrió ser candidato. La Presidenta le sacó entonces la autoridad electoral y se la transfirió al Ministerio de Justicia, donde aún está a pesar de que a Randazzo lo bajaron de su candidatura. Todo queda entre amigos, siempre. Tampoco el director nacional electoral, Alejandro Tullio, tuvo una sola idea, ni buena ni mala, para cambiar el sistema electoral en los muchos años que lleva en el cargo. Su origen en las filas del radicalismo lo salvó, tal vez, de la crítica opositora.

La aflicción llegó a tal punto que la Cámara Nacional Electoral -la máxima instancia judicial en la materia- recibió ayer a representantes de la sociedad civil para explorar soluciones de urgencia. Los jueces de esa cámara, todos prestigiosos e independientes, aceptaron evaluar dos innovaciones de las muchas que les propusieron. Una de ellas planteó la posibilidad de crear un cuarto oscuro especial y cerrado con llave en cada lugar de votación. Ese cuarto estaría dotado permanentemente de todas las boletas. Ante una denuncia de falta de boletas, el presidente de la mesa podría abrir ese cuarto para la persona que hizo la denuncia.

Se trata de la misma boleta que ya se conoce, no de una boleta única. La posibilidad de la boleta única será nula mientras el Gobierno se niegue a aprobarla por una ley del Congreso con la mayoría absoluta de sus miembros (es decir, de todos sus miembros). El Gobierno pretexta que no tiene tiempo, aunque sí lo tiene para otros proyectos que le interesan a la Presidenta.

La segunda iniciativa consiste en eliminar el telegrama. Se propuso que cada acta de mesa sea hecha mediante un sistema de duplicado (como en los viejos tiempos del papel carbónico) para que una de ellas sea escaneada y enviada directamente al centro de cómputos o a la empresa Indra, que será la encargada de hacer el escrutinio provisorio. La justicia electoral ha hecho viejas e insistentes críticas a la privatización del escrutinio provisorio en manos de esa empresa. "Es un negocio de $ 1000 millones que dura sólo 24 horas", dijo un importante juez.

La primera propuesta intentaría, de concretarse, desalentar el robo de boletas más que solucionar el problema. La segunda iniciativa buscaría, también en caso de hacerse efectiva, evitar la manipulación de los datos de las actas por parte del Correo, donde dirigentes kirchneristas se hicieron de importantes cargos. La oposición denunció que en las elecciones de Tucumán el Correo adulteró el contenido de las actas.

Los máximos jueces electorales del país les prometieron a los representantes de la sociedad civil (y se supone que también a la oposición) que reforzarán el esquema de seguridad en las elecciones del 25 de octubre. Pondrán especial énfasis, sobre todo, en provincias como Tucumán, Jujuy y Santa Cruz, donde oficialismo y oposición están librando batallas electorales parejas y donde no faltaron episodios de violencia. En Tucumán sucedió el mayor escándalo electoral de este año y en Jujuy fue asesinado un militante radical. El actual proceso electoral no fue sólo un festival de denuncias y de cacerolazos; ya hay un muerto.

El caso de Santa Cruz está en los tribunales de esa provincia. El oficialismo gobernante modificó de urgencia el sistema electoral y decidió aplicar la ley de lemas. De esa manera, los votos que consiguieran Alicia Kirchner y el actual gobernador, el kirchnerista disidente Daniel Peralta, podrían sumarse después de las elecciones. Esa solución kirchnerista surgió después de que se comprobó que el candidato opositor Eduardo Costa tiene muchas posibilidades de ser el candidato más votado. La coalición de Costa, que proviene del radicalismo, incluye a Mauricio Macri y a Sergio Massa.

Costa presentó ante la justicia electoral provincial (que es la que debe decidir sobre la elección de gobernador) un planteo de inconstitucionalidad de esa ley de lemas. El expediente está en la Corte Suprema de la provincia, con mayoría kirchnerista, pero seguramente ésta se demorará en resolver el caso hasta las vísperas de las elecciones. La decisión de ese tribunal provincial sólo puede ser apelada ante la Corte Suprema de Justicia de la Nación, que suele ser implacable con los desbordes provinciales.

Las incertidumbres se agravan con las encuestas. La diferencia que establecería -o no- una segunda vuelta en noviembre para la elección de presidente es muy estrecha. El único resultado claro sería si alguno de los dos principales candidatos a presidente sacara el 45 por ciento de los votos. "Ese porcentaje está lejos según las actuales condiciones", aceptó un amigo de Daniel Scioli. Es probable, por lo tanto, que los argentinos se vayan a dormir el 25 de octubre sin saber si eligieron un presidente o si deberán volver a las urnas un mes más tarde. La desidia política frente al sistema electoral tiene, como cualquier desidia, un precio que alguna vez se pagará.