No en Tucumán, donde el resultado de las elecciones quedó en suspenso hasta que se despejen las denuncias de fraude que las salpican por doquier. El caso de Tucumán podría no ser el único en materia de dudas electorales. Los argentinos, después de estos últimos comicios, al parecer hemos perdido la capacidad de contarnos.
En el fondo, la democracia es una mezcla entre las matemáticas y la política. La política nos dice hacia dónde apunta la mayoría. Las matemáticas nos cuentan cuál es la mayoría que dijo tener razón, aunque en el fondo no la tuviera.
Hay otros dramas políticos quizá más graves que los de la democracia, pero la imposibilidad de contarnos nos paraliza por completo. Si no nos contamos, no somos. En la democracia, contar equivale a ser y no se puede ser sin contar. En el fondo, la democracia ha sustituido a la filosofía por las matemáticas. Las minorías, en la democracia, nunca tienen razón; por lo menos hasta las próximas elecciones. No responden a la necesidad de tener razón, sino a la necesidad de vencer aunque no tengan razón. Algunos se dejan convencer por este espejismo. Esta comprobación, por supuesto, es objetable. Cuando a Sócrates lo impugnó una mayoría en Atenas, Sócrates, pese a ello, tenía razón.
Las cuentas mayoritarias en las democracias, en suma, no expresan la necesidad de buscar la verdad, sino la necesidad de apaciguar los ánimos hasta que haya paz. Las mayorías garantizan la paz porque son más numerosas, no porque tengan razón. Es que hay un acuerdo previo sobre el papel de las mayorías: que, sean cuales fueren sus razones, son más, y ésta es, después de todo, su principal razón. Las democracias expresan una verdad a medias tenida por cierta: que se tiene por seguro que cada persona vale un voto y que, valiendo cada persona lo mismo, es decir un voto, la cuenta cierra cuando una lista alcanza la mayoría.
Este último razonamiento desplaza la justificación del voto hacia otro lugar, porque ya no se busca el voto como una fórmula para encontrar la verdad, sino como un camino más modesto, para buscar la reconciliación de los opuestos; no al que tenga la verdad, la razón, sino al que apacigüe a su adversario y consiga decir, como Urquiza después de Caseros, "Ni vencedores ni vencidos", y restablecer la unidad.
Este último razonamiento desdramatiza la democracia, haciéndola retroceder de su lugar sublime de buscadora de la verdad a otro más sencillo, el de la convivencia precaria pero efectiva para evitar que nos matemos unos a otros y logremos convivir. Y esto, en definitiva, es lo más importante.
A estas alturas podríamos asegurar que el fin de la vida pública no es buscar la verdad, sino garantizar la convivencia entre los seres humanos. ¿Nada más? Nada menos. Que no nos matemos como hordas incivilizadas. Que no es poco. Y más de una vez no lo hemos logrado.
Desde las alturas casi inaccesibles de las que habíamos partido en este análisis hasta la modesta meta actual, media sin duda un largo trecho. Pero al rebajar así nuestras exigencias, ¿no nos hicimos al mismo tiempo más realistas? ¿Qué vale en definitiva más, los propósitos modestos o las declaraciones altisonantes?
No queremos perder la capacidad de contarnos. Esto supone una doble capacidad: la de sumar por una parte a cada sector por las suyas y la de comparar los votos de este sector con los demás, para determinar un orden de precedencia.
Ahora bien, contar los votos propios y los del otro supone a su vez, por lo pronto, un proceso de honestidad intelectual, de antemano un acto de veracidad para con uno mismo y para con terceros. Y ahora viene la pregunta incómoda: ¿lo estamos logrando?
La honestidad intelectual, el hecho de contar los votos sin alterarlos, exige un compromiso con la verdad cuando nadie nos mira, aunque esto implique el reconocimiento de la derrota. ¿Estamos los argentinos a esta altura? Y si lo estuviéramos, ¿cómo explicar las denuncias de fraude?
Cada vez que se denuncia un fraude con fundamento, eso quiere decir que alguien ha preferido ganar con mentira que perder con honor. Pero, entonces, ¿cuál es el valor del reconocimiento de la verdad entre nosotros? La proliferación de estas actitudes volvería inviable a la democracia.