Las inundaciones de la pampa húmeda ponen de manifiesto de manera evidente una cierta incapacidad de nuestras instituciones públicas y privadas para enfrentar de manera racional y eficaz un fenómeno natural de características catastróficas y recurrentes al mismo tiempo. Sólo en las últimas tres décadas es posible identificar por lo menos una decena de episodios de este tipo; es decir, uno cada tres años en promedio.

Frente a esta evidencia, es inapropiado tratar el fenómeno sólo como una emergencia o un evento inesperado. Se trata más bien de un significativo costo social, ambiental y económico que se sabe se presentará y que por lo tanto debe ser administrado de un modo racional y eficaz; esto es, con una planificación a largo plazo que se manifieste en un conjunto de políticas, obras de infraestructura y regulaciones que lleven a su mejor evolución. En el caso de la pampa húmeda los costos involucrados pueden estimarse en el orden de varias centenas de millones de dólares al año.

Desde de Adam Smith, hace más de doscientos años, se sabe que el uso y manejo de los recursos naturales, y especialmente del agua, genera externalidades negativas tales como la contaminación y los riesgos de inundación. Así, cuando las decisiones descentralizadas de los distintos actores económicos no son adecuadamente reguladas y coordinadas, resultan en mayores pérdidas para todo el conjunto y para algunos actores en particular. El rol de la planificación a largo plazo es dar el marco para definir cómo debe evolucionar el sistema y muy especialmente para dar señales claras a todos los actores sobre cuáles son decisiones posibles y también sobre cómo se manejan riesgos e incertidumbres.

Basta apreciar una imagen satelital de las inundaciones para comprender que por sus características naturales, climáticas y topográficas, la pampa húmeda es un sistema hídrico que presenta un alto nivel de riesgo natural de inundaciones en los ciclos húmedos. Este riesgo es intrínseco en la llanura por su baja pendiente y, por lo tanto, por la baja energía para el transporte del agua. La principal dinámica del ciclo hidrológico en la región es vertical, debido a la infiltración hacia las napas y a la evapotranspiración por la acción del sol y las vegetación. Es lógico entonces que en años ricos en agua como la actual, una vez que se cargan las napas freáticas disminuye notablemente la capacidad de regulación y amortiguamiento de las precipitaciones y con pocos eventos concentrados se generan crecidas en los ríos y sus planicies de inundación. Además, el riesgo climático viene creciendo con la evidencia de una mayor intensidad y variabilidad en las últimas décadas. Con fenómenos naturales cada vez más extremos y falta de acciones para adaptar la región, es previsible que sucedan las consecuencias se agraven.

La buena noticia es que existen las soluciones que pueden no sólo disminuir los impactos negativos sino generar un contexto de previsibilidad, aumento de productividad, competitividad y riqueza para la región.

Una visión integral para resolver el problema debe incluir al menos tres dimensiones. Primero, hace falta sostener una inversión en infraestructura que mitigue los riesgos que son posibles de ser controlados a costos razonables y vuelva seguras las poblaciones en el territorio. Si bien son inversiones significativas, resultarían eficientes frente a los costos evitados y a la productividad que permiten.

En segundo lugar, hay que dotar al sistema de una capacidad alta de manejo de información en base a medición de variables clave y su disponibilidad incluso en tiempo real, así como desarrollar conocimiento aplicado utilizando modelos de simulación, de optimización y de decisión que permitan estimar el comportamiento de los fenómenos de la naturaleza y sus impactos y consecuencias a futuro.

Estas capacidades son el sustento de los sistemas de alerta, pero también son la base para el desarrollo de la tercera dimensión clave, que es el desarrollo de nuevas políticas de gestión del territorio y de nuevos y más eficientes instrumentos para administrar el riesgo residual del sistema.

Estas políticas deben considerar cuestiones tales como transferencia de los riesgos climáticos a terceros, por ejemplo mediante el desarrollo de seguros y derivados financieros, la adaptación del territorio y sus usos a los reales perfiles de riesgo distribuido, y la generación de sistemas de regulación frente a excesos y déficits que limite los impactos.

El resultado global debe ser el de dar mayor certeza, crear incentivos para que las decisiones de todos los actores contribuyan a disminuir el riesgo frente a los extremos hídricos y climáticos y disponer de las capacidades de asistencia para actuar en las emergencias. Estas capacidades también deben ser consideradas necesarias porque son la base para poder generar riqueza y competitividad en el largo plazo.

Estas características definen un territorio inteligente. En este caso, como en otros casos de desarrollo de infraestructura básica y productiva tales como el transporte y la movilidad, la energía o las comunicaciones, se trata de generar políticas y estrategias público-privadas que lleven a crear riqueza y no a consumirla.

De eso se trata el verdadero desarrollo sostenible de los próximos años. Debemos generar estrategias y políticas que promuevan la riqueza sobre la base de una relación inteligente con el medioambiente.

El autor es ingeniero civil e hidráulico