O como un grupo de fanáticos ajenos al impacto colectivo que tuvo la desaparición física del fiscal que imputó a la jefa de Estado y a su canciller como encubridores del atentado contra la AMIA. Da la sensación de que a los servidores de Cristina Fernández no les basta con apretar a jueces, fiscales, empresarios y periodistas. Ni siquiera les alcanza con negar la realidad. Ahora también se burlan de ella -de la misma realidad- mientras buscan desesperadamente levantar sucesivas cortinas de humo para que el caso Nisman y su denuncia desaparezcan de la agenda pública.
Hasta ahora, les salió el tiro por la culata. Y nada parece indicar que puedan recuperar el camino del sentido común. La Presidenta arrancó mal, continuó peor y parece que sigue desorientada. Ya pasaron 20 días de la muerte del fiscal y todavía no le dio el pésame a la familia. Ensayó las mil y una teorías conspirativas. Primero habló de suicidio y después de asesinato. Al mismo tiempo, cargó ella misma y, a través de su vocero más agresivo, Aníbal Fernández, primero contra el experto en informática Diego Lagomarsino y después contra el oficial de inteligencia Jaime Stiusso. Como si eso fuera poco, sus colaboradores inmediatos montaron un gran show para mostrarle a la sociedad que quieren terminar con los agentes de inteligencia que pinchan teléfonos a tontas y a locas, pero ahora con el permiso y la bendición de Alejandra Gils Carbó, la Procuradora que sólo se ocupa de proteger a los funcionarios y perseguir a los fiscales y jueces que pretenden investigar a la Presidenta.
¿Quién puede tomarse en serio esta repentina inquietud por limpiar el barro de los sótanos de los secretos de Estado, cuando se pasaron más de una década usando a los mismos agentes para encarar trabajos sucios funcionales a sus objetivos políticos? Pero lo que más indigna, además de la falta de registro sobre cómo impactó la muerte de Nisman en una buena parte de la sociedad, es ese tono de burla que elige la Presidenta para comunicarse con sus representados. ¿Lo hace para demostrar a los periodistas y los dirigentes opositores que sus críticas le resbalan? ¿Se hace la graciosa a través de su cuenta de twitter para caerle mejor a un electorado que cada vez parece más esquivo? ¿Pretende generar un clima social distinto al de la tristeza y la angustia que se derramó entre los argentinos después de la muerte del fiscal?
Parece por lo menos frívolo jugar a hablar en chino cuando el juez federal Claudio Bonadio, quien investiga a la Presidenta por lavado de dinero, acaba de denunciar que recibió amenazas de muerte. Y debería estar muy preocupada por la repercusión internacional que tuvo el payasesco gesto del jefe de Gabinete, Jorge Capitanich, de romper un par de páginas de Clarín. No es una tontería destrozar las páginas de un diario. Hay algo de violencia física en el acto de destruir. ¿Capitanich estaba cumpliendo órdenes de una presidenta que no soportó la idea de que alguien pusiera en su cabeza la imagen de ella detenida por orden del fiscal?
Nada de esto debería ser tomado como algo natural. Ya casi nadie espera que Cristina Fernández o Capitanich reconozcan que se equivocaron cuando acusaron a Clarín de mentir. ¿Pero no parece demasiado que, encima, Aníbal Fernández ponga toda su energía en descalificar y echarle tierra a la fiscal Viviana Fein, en vez de dejarla trabajar en paz y esperar el resultado de su investigación? ¿Qué es lo que buscan Fernández y Gils Carbó, apartarla de la causa sólo porque Fein tuvo la valentía de desbaratar el par de teorías conspirativas que lanzó la Presidenta desde su Facebook?
Son tan brutales y fuera de lugar las palabras, los gestos y las acciones de Cristina y sus incondicionales que parece que ya nada termina por sorprender. Y sin embargo, no deberíamos dejar de sorprendernos. Porque las categorías de cualquier análisis político han sido sobrepasadas. La imagen negativa de la Presidenta todavía no rompió el récord del 80% que alcanzó durante el conflicto con el campo, pero se acerca peligrosamente a un 75%, lo que explicaría el progresivo aislamiento de la jefa de Estado con la mayoría de la sociedad. Igual que en aquella madrugada de furia en la que Néstor Kirchner y la Presidenta analizaron con su círculo íntimo la posibilidad de "tirarles el gobierno por la cabeza a [Julio] Cobos, [Eduardo] Duhalde, Clarín y las corporaciones", la jefa de Estado parece ahora moverse como la líder de una secta en la que sólo prevalece la teoría conspirativa de un grupo de colaboradores que no se atreven a contradecirla.
Es posible que antes de fin de mes el Gobierno reciba otro golpe crucial. Los camaristas ratificarán la imputación del juez Ariel Lijo contra el vicepresidente, ahora en ejercicio de la presidencia, Amado Boudou. Y lo hará en los mismos términos que lo presentó el juez, en su impecable trabajo. Hablará de cohecho y de otros delitos igual de graves. Al mismo tiempo, habrá otras malas noticias en la causa que Bonadio sigue contra Lázaro Báez y Hotesur, la empresa de la que son accionistas Cristina Fernández y su hijo Máximo. Entonces recrudecerá la teoría de que quieren voltear a Cristina Fernández. La idea de que se prepara un golpe blando, diseñado por Héctor Magnetto, los fiscales y los jueces de la corpo, empresarios, sindicalistas y periodistas cuyos intereses fueron afectados por las decisiones oficiales. Y la Presidenta se volverá todavía más desconfiada. Y achicará aún más, si todavía fuera posible, su ya mínimo entorno político. El problema que tiene es que esa fórmula sólo sirve para conservar el núcleo duro, cada vez más pequeño y más encerrado en sí mismo. Así nacen y crecen los pensamientos sectarios y delirantes. Así pueden repetir, cada tanto, que la muerte de Nisman fue una operación pergueñada por quienes pretendieron destruir el clima veraniego y feliz de las vacaciones récord que todavía se siguen disfrutando en la Argentina.
Uno de los gobernadores que asistió al último acto oficial se atrevió a plantearle a un ministro el peligro de transformarse en una secta. Los nuevos inquilinos de la Secretaría de Inteligencia (SI) se enteraron. Y corrieron a contárselo a Cristina. Ahora lo llaman traidor.