En dos semanas hemos asistido desde los estrados oficiales a todas las hipótesis, conjeturas, operaciones, interferencias y contradicciones sobre la muerte del fiscal Alberto Nisman. Hemos asistido a todo, salvo a la verdad. Si esto ocurre con el acontecimiento político más relevante que ha vivido la Argentina en los últimos años, cualquier hecho puede ser oscurecido de un minuto al otro. La imposibilidad de contactarnos con lo que realmente ocurre en el país produce una profunda angustia, por detrás de la conmoción inicial de esa muerte. Sucede como si los ciudadanos estuviéramos irremediablemente separados de lo que ocurre en la Argentina. Como si hubiéramos perdido el patrón oro de los hechos y nuestra realidad hubiera desaparecido tras una nube fluctuante de interpretaciones, que cotizan de manera volátil en el imaginario colectivo.
Desde el Gobierno no importa lo que ocurre, apenas importa dominar la escena discursiva, para distraer de lo que ocurre. Y la oposición no supone un contrapeso en este viaje trágico hacia el eclipse de la realidad. Un país aislado de lo que le sucede se convierte en un grupo de adivinadores, de ciegos que tantean en el aire, cada uno de los cuales siente que tiene que lanzar una hipótesis para suplir el vacío. A falta de contacto con los eventos, nuestro principal trabajo es testear, a cada paso, nuestra propia incredulidad. ¿Cuánto le creemos a Lagomarsino? 98% algunos, 2% otros. ¿Suicidio o muerte? 30% y 70%. Esto es todo lo que tenemos los argentinos hoy.
Vivimos en una democracia con vicios de la dictadura, modificada genéticamente para resistir a los controles, a la rendición de cuentas, a la visibilidad. Y a la Justicia. La muerte de Nisman se ha convertido en el emblema final de la imposibilidad de contactarnos con lo que realmente sucede. Es la terrible imagen en la que confluyen el descontrol y la oscuridad que imperan en el Estado y la estructura mafiosa que yace en la trastienda de nuestro país. Por delante, la democracia y el sistema republicano funcionan como un decorado de cartón, similar al que se usa para el rodaje de una película. Pero todo lo que importa pasa por detrás y apenas divisamos la punta del iceberg de los hechos.
Adicionalmente, la degradación discursiva en estos años ha sido tan formidable, que ya no sólo se puede decir cualquier cosa de manera impune, sino que, por derrame, se puede hacer cualquier cosa, con el mismo efecto. Una vez despegados de la realidad, nada debe rendir cuentas de sí mismo. Así, estamos en plena escalada divergente: los hechos van cada vez más lejos, a la vez que el discurso de la simulación traspone también todas las fronteras. Ahora bien, sólo una cosa queda clara luego del lúgubre mes de enero que pasó: la prioridad número uno de la Argentina tiene que ser esclarecer la muerte del fiscal Nisman. Es inadmisible que los jíbaros de la interpretación pretendan reducir, como en otros casos, la cabeza de este hecho.
Estamos en una Argentina sin principios y sin escrúpulos, en la que ya casi cualquier cosa puede ocurrir. Con la misma facilidad con la que se expropia la empresa que imprime nuestros billetes sin que nadie reclame indemnización, aparece con un tiro en la sien el fiscal que incriminaba al Gobierno por encubrir a los terroristas que mataron a decenas de argentinos. Está roto el hilo conductor de nuestra historia, que ha pasado a ser una enumeración caótica de imágenes banales y trágicas, y está seriamente averiada la cadena de causas y consecuencias. Seguimos viviendo en la aceleración de las causas y en la parálisis de los efectos.
Era hasta ahora un milagro que la agitación de las palabras no hubiera desembocado en la violencia de los hechos. Aquel decorado republicano y democrático venía degradándose en varios frentes, pero al lado de lo que hemos sido testigos, su disminución era gradual. Este acontecimiento marca una diferencia de grado en el deterioro. Del mismo modo que de la crítica a la prensa a romper las páginas de un diario por televisión no hay una diferencia de grado cuantitativa, sino cualitativa. La muerte de Nisman, o su asesinato, fue un retroceso cualitativo de inmensas proporciones que nos colocó en otro espacio, que reabrió preguntas que yacían en el fondo de nuestra historia.
¿Provino esta muerte de dentro del Estado mismo? ¿Provino de grupos de tareas, de células paraestatales que operan ahora fuera de control? ¿Ha sido éste un caso aislado o se ha gatillado una lucha en la sombras que arrojará más cadáveres a la orilla? Es una completa alucinación que estas preguntas sean posibles en la Argentina de 2015. Y es una pesadilla no sólo que el Estado no sepa defender a sus ciudadanos, como no supo hacerlo con Nisman, sino que pueda aventurarse de nuevo la hipótesis de una mano criminal en sus entrañas. Este tipo de preguntas habían sido respondidas contundente y colectivamente con la instauración de la democracia hace más de 40 años. Si esta muerte no se esclarece, y nada parece indicar que vaya a ocurrir, habremos retrocedido a niveles predemocráticos.
Sorprendió la ausencia de toda empatía de la Presidenta con la angustia colectiva. ¿Qué duda cabe de que desde el minuto uno debió dar las condolencias a la familia del fiscal, ofrecer públicamente todos los recursos del Estado, convocar ayuda extranjera para el esclarecimiento y encabezar una marcha, en silla de ruedas, para exigir inmediata justicia por el caso? Su actitud distante e irónica, y emocionalmente desapegada, contrastó con la de François Hollande, quien en el mismo mes, sintiendo en carne propia e identificándose con el horror que paralizó a la sociedad francesa luego de la masacre de CharlieHebdo, se puso inmediatamente a la cabeza del repudio y el reclamo.
Pasaron ya más de dos semanas y sólo parece que se hubiera comenzado el habitual, lento e irreversible camino hacia la impunidad. Como cuando volaron la embajada o la AMIA. Ante este paso irrelevante del tiempo asoma la crueldad de otra pregunta: ¿cuánto durará la conmoción de lo que ha sucedido hasta que se vea desalojada de los titulares? Queremos pensar que esto se constituirá en un antes y un después, que se trata de un punto de inflexión en nuestro deterioro. Y ojalá que así lo sea.
Pero el misterio de la Argentina es la evaporación, como si fuera una tormenta tropical, de todo lo que la estremece y, por consiguiente, la ausencia de reacción a largo plazo. Todo lo grave que ocurre queda absorbido por un extraño agujero negro que evita un cambio de fondo. ¿Pasará lo mismo con el caso Nisman? Si la muerte, con una bala en la cabeza, de un fiscal de la Nación, llamado a declarar contra el Gobierno al día siguiente en el Congreso, no despierta una reacción del país, ¿qué podría hacerlo?
Es que alguna vez tendremos que cambiar la interrogación acerca de la monstruosidad del poder por la pregunta acerca de la capacidad de la sociedad argentina para tolerarla. Desde Etienne de La Boétie sabemos que no es el poder el que crea la obediencia, sino la obediencia la que crea el poder. Alimentamos un sistema que explota de manera cínica nuestra docilidad colectiva. Tal vez vivimos en una sociedad que ha hecho propia la sospecha de Hume: "No es contrario a la razón preferir la destrucción del mundo que el rasguño de mi dedo". O la afirmación de Dostoievski: "Que se desmorone el universo siempre que yo pueda tomar mi té." Cualquiera sea la razón, nuestro misterio está en la servidumbre voluntaria a un sistema corrupto que gran parte del tiempo maneja a su antojo nuestro territorio en nombre de la justicia social. Es probable que en la respuesta a este enigma esté la llave que pueda abrir, para la Argentina, un futuro más promisorio.