En efecto, ya no se trata de contraponer la democracia a la dictadura. Tres décadas de elecciones libres y la memoria de un pasado ominoso han aventado para siempre ese fantasma. De lo que se trata, en cambio, es de discutir modelos de democracia y de evitar, al respecto, algunos malentendidos.
Uno de esos modelos es el que considera a la soberanía del pueblo condición suficiente (y no sólo necesaria) de la democracia. En este caso, el riesgo de que el gobierno sea ejercido sin restricciones, amparado en una mayoría electoral cuyo respaldo lo eximiría de sujetarse a un sistema de normas, resulta más que probable. Como se sabe, la consagrada fórmula de la "democracia delegativa" es seguramente la que mejor se ajusta a este modelo que concentra todo el poder en el brazo ejecutivo, erigido en intérprete exclusivo de la voluntad popular. En síntesis, una concepción "hiperpresidencialista" del poder político que se alimenta menos del voto meditado que del personalismo y la aclamación, y que lamentablemente es vista por parte de la literatura como una prueba confiable de la identidad entre gobernantes y gobernados.
El kirchnerismo encarna sin duda este modelo, cuya propia lógica antiinstitucional lleva a convertir la arbitrariedad en un expediente cotidiano y a gobernar como si estuviéramos permanentemente en estado de emergencia. El rechazo de las formas y de los procedimientos lentos, la asimilación de la lealtad a la sumisión incondicional, la falta de mesura (ese "hábito de la distancia", como lo llamaba Weber, que domestica el alma del estadista y lo preserva de la agitación estéril), el desprecio del adversario? He ahí otros rasgos salientes que han caracterizado esta última década, durante la cual, concebida la política como la continuación de la guerra por otros medios, la construcción de consensos fue vista como una rendición anticipada, una señal de flaqueza e indeterminación. Inter arma silent leges, en tiempos de guerra callan las leyes. También lo peor de nosotros queda al descubierto.
Ahora bien, a la democracia delegativa se contrapone la democracia republicana (que podríamos llamar también democracia liberal si el término "liberalismo" no estuviera tan vilipendiado). En este modelo, la legitimidad electoral va de la mano de ciertos principios sustantivos, no meramente superpuestos, cuya importancia parece ser más y más valorada por una ciudadanía a la que un hecho luctuoso sacudió de su letargo exhortándola a una transformación personal. Apenas si hace falta recordarlos: imperio de la ley, separación y equilibrio de los poderes, control constitucional de los actos de gobierno, publicidad de estos mismos actos, responsabilidad de los funcionarios, a los que cabe agregar una cultura política que deberíamos hoy mismo comenzar a labrar. Porque, en efecto, en el concepto de "república" están implicadas también otras connotaciones que tienen menos que ver con la calidad institucional que con la moralidad cívica y el proceder de los ciudadanos, con la virtud, si se prefiere, entendida en la vena de Montesquieu como el amor a la patria y a las leyes.
Tarde o temprano, toda sociedad tiene la oportunidad de remediar los vicios de un régimen a los que se ha acostumbrado. Como escribía John Locke: "El pueblo puede soportar sin rebelarse y sin murmurar graves errores del gobierno, leyes inconvenientes y todos los deslices a que está expuesta la fragilidad humana. Pero si una larga cadena de abusos, engaños y maquinaciones, encaminados hacia un mismo fin, le hacen visible ese designio [....] no es de extrañar que ese pueblo despierte y procure poner el gobierno en manos que puedan asegurarle que las finalidades para las que fue establecido se cumplan...".
No estamos en vísperas de ninguna revolución gloriosa, pero sí en un año electoral. Por consiguiente, no sólo la vida segada de un fiscal, sino también las urnas nos ponen frente a la obligación de preguntarnos, en el interior cada cual de sí mismo, qué democracia queremos.
El autor es profesor de teoría política