En una sociedad maltrecha, acostumbrada a coexistir con la inseguridad y la deshonestidad e incompetencia del Estado, los acontecimientos trascendentes en esta materia, más que hechos excepcionales, son piezas que se suman a una cadena de infortunios.

Cuando estalló la noticia del fiscal Nisman y revivimos sus antecedentes, no pude menos que volver a los antiguos papeles que escribí hace más de veinte años en esta misma página, en aquel tenebroso mes de julio de 1994. Todavía tengo presente el estruendo y la nube gris que se esparció sobre Buenos Aires, el manto fúnebre sobre las decenas de víctimas que yacían bajo los escombros de la sede de la AMIA, en la calle Pasteur.

Hoy esa casa está reconstruida, pero lo que no se ha reconstruido en absoluto es la demanda de justicia que aquel atentado atroz inspira. Si no se entiende que la muerte del fiscal Nisman se inscribe sobre esa privación de justicia que, desde entonces, se extiende como una nube contaminada sobre nosotros, en rigor no se entiende nada. Tal, sin duda, el drama que, de no reaccionar de una vez por todas, va en camino de convertirse en tragedia: el drama de la ineptitud de nuestra administración de Justicia y de las increíbles volteretas a que nos somete un gobierno guiado por intereses cambiantes. Irán es el punto oscuro de estos lances.

Así, por esa deplorable insuficiencia institucional que no termina de recuperar aliento y rumbo, hoy, al igual que en 1993, nos asomamos al abismo de la incertidumbre y de una desconfianza colectiva que intuye que las cosas quedarán, al cabo, en agua de borrajas. Este conjunto de factores nos impulsa a entrar de lleno en el reino de lo peor, porque el signo más hiriente de que la insuficiencia institucional toca repetidamente el fondo de la nada es la impunidad que, salvo excepciones, sucede a la muerte.

Compárese, sin ir más lejos, el episodio de la AMIA con el ataque terrorista que conmovió a Francia y al mundo el mes pasado. Dos ejemplos del mal absoluto en la historia: al primero, el nuestro, lo acompaña durante dos largas décadas el silencio de la Justicia (en este caso, la Justicia no tiene solamente entre nosotros los ojos vendados sino también selladas la boca y la conciencia). En el otro episodio, la respuesta de los organismos de seguridad fue fulminante y bastaron pocas horas para identificar a los culpables que, enfrentados con la policía, sellaron su suerte de sangre.

Este contraste estremece ya que pone de manifiesto el hecho de que el Estado en la Argentina ha alcanzado un nivel tal de incapacidad que ya no controla ni a sus propios organismos de seguridad. Lentamente, sin llegar aún a los extremos de otros países latinoamericanos, nos estamos internando en una terra incognita en la que tiene lugar, según señala Héctor Aguilar Camín en el último número de la revista mexicana Nexus, "la captura criminal del Estado".

Son oleadas diversas de criminalidad que se disparan sobre el continente y que tienen la peculiaridad de poner de manifiesto tanto el contexto de desigualdades que nos circunda, como la astenia del Estado, una suerte de Gulliver gigantesco atenazado por la corrupción, la colonización de los delincuentes y la decadencia ostensible de sus funciones básicas. El Estado parece servir para muchos menesteres, salvo para garantizar la vida.

En la circunstancia de la muerte del fiscal Nisman, esa inclemente astenia se reveló en los sótanos del poder. Si a ellos se añade la desconfianza que impera en la sociedad y en los rangos de la oposición hacia el Gobierno, tenemos un cuadro en el que cualquier intento de reforma de las instituciones de seguridad estará herido por esa inclinación malsana hacia la sospecha recíproca. El primer responsable de este pantano plagado de prepotencias e inhabilidades es el propio Gobierno.

Se prueba de este modo la contradicción más saliente de las concepciones hegemónicas acerca del ejercicio del poder, el pie de barro sobre el que pretenden asentarse estos aprendices de brujo. Levantan sus aparatos de propaganda y de seguridad para fabricar un régimen hegemónico de dominación política y social a despecho de la atención que, sin duda, merece poner en forma un Estado que sea el centro de la autoridad legítima y común de todos los argentinos.

La consecuencia de este tinglado político es obvia: creen los gobernantes que ese poder con vocación hegemónica sobresale sobre el resto al paso que ese mismo poder se les escurre en las cloacas de un Estado desarticulado e incompetente. Es un doloroso tributo a la ignorancia. Los gobernantes están convencidos de que los enemigos están fuera del Estado cuando esos demonios, al mismo tiempo dañinos e inútiles, anidan en el seno mismo de ese palacio aislado y de esas estructuras estatales blandas y porosas.

No son las páginas del diario Clarín las que deberían romperse en un acto tan torpe como autoritario. Son, al contrario, los repliegues del Estado con su séquito de violentos, barras bravas y cómplices de la criminalidad los que deberían colocarse bajo el escrutinio de una opinión pública hastiada para, de inmediato, obrar en consecuencia.

No vislumbro, por ahora, que estas actitudes proclives a la reconstrucción institucional del Estado prosperen. En realidad, esto sólo sería posible con un cambio de gobierno cuyas vísperas electorales estamos viviendo y se intensificarán en el año en curso. Para ello no solamente hacen falta candidaturas. Es urgente, además, que se colme el vacío sobre el cual las hegemonías se montan por defecto de los contrarios. Las líneas estratégicas que se van trazando en procura de lograr acuerdos competitivos más amplios y convincentes son, por ende, bienvenidas.

Entre tanto habrá que precaverse de la costumbre de tapar lo que ocurre y ocultar bajo la alfombra los vicios de nuestra democracia. Una carrera irresponsable hacia el olvido: ¡Alegría, alegría!, el verano no ha concluido, mientras el gobernador bonaerense se pasea en la Ciudad Feliz, con cara feliz y, como corresponde, en traje de baño. Todo pasa...para que nada pase.