La comprobación resulta sencilla: no existe amenaza militar porque, por fortuna, las Fuerzas Armadas hace varias décadas que ocupan un espacio marginal; la presencia opositora, en sus distintas vertientes, resulta aún precaria y requiere de todo el proceso de la transición para atisbar alguna alternativa; la sociedad acentúa su malhumor pero uno de los dinamizadores de las posibles protestas –las clases urbanas– se contenta con la fecha del vencimiento del 2015 que le impuso a la Presidenta la derrota en las legislativas; el mundo observa a la Argentina, en este tiempo, casi como un territorio insular. Importa poco, de verdad.
El Norte, el Este o el Oeste del planeta sólo aguardan la evolución del proceso electoral para descubrir si se producirá algún cambio. Como lo hacen durante este mes con Brasil, Uruguay y Bolivia, donde se deciden los relevos o las continuidades presidenciales.
La única incertidumbre que arroja sombras sobre Cristina sería la profundización de la crisis económica sobre la cual el kirchnerismo sólo se encarga de arrojar combustible.
Se elevan a 13 los meses de la recesión. No hay un horizonte de recuperación. La inflación continúa fuera de control y la pérdida de empleo envuelve a la industria y al comercio. Detonan infinidad de conflictos laborales que podrían extenderse.
Nadie conoce cuál será la pericia del Gobierno para administrar esa situación.
Sobre esas cosas serias la Presidenta acostumbra a no hablar. Habla, en cambio, sobre desestabilizaciones.
Aunque lo hace con una insolvencia y una fabulación que asustan. Digna discípula de Hugo Chávez y también de Nicolás Maduro. El último capitulo de esta saga golpista –habrá otros en la transición– arrancó por el cierre de una imprenta con 400 empleados a la cual pretendió aplicar la ley antiterrorista. No pudo porque no había marco jurídico y legal. Siguió por la determinación de una aerolínea estadounidense (American Airlines) de limitar a 90 días la venta de pasajes por la falta de dólares. La escasez de la moneda estadounidense es el principal dilema que afronta el modelo económico. Lo sabe hasta el argentino más desprevenido. ¿Por qué motivo, si no, se instrumentó el cepo a partir de noviembre del 2011? Luego llegaron dos reprimendas contra el encargado de la Embajada de EE.UU. en el país, Mark Sullivan. El embajador interino –Washington tiene congelado el nombramiento del representante definitivo– tuvo el atrevimiento de afirmar que “sería bueno” para la Argentina normalizar la situación con los deudores.
¿Debió decir acaso, para ganarse la gracia de los K, que sería beneficioso que continuara el conflicto?
El Gobierno tomó también como una ofensa los consejos sobre la inseguridad que la Embajada estadounidense brindó a los turistas de su país que visitan la Argentina. La semana pasada un religioso de aquella nación sufrió un secuestro exprés en el Conurbano oeste. Otro par fue asaltado en San Telmo y La Boca. Se trata casi de una formalidad que cumplen todas las sedes diplomáticas en cualquier rincón del mundo ante determinadas situaciones. Lo hacen los embajadores argentinos en Medio Oriente o en Africa, por ejemplo, más allá de la intensidad y característica de cada conflicto.
En ese desenfrenado derrotero cayó la premier de Alemania, Angela Merkel, por una supuesta complicidad con los fondos buitre. También Obama por la presunta defensa del juez Thomas Griesa que falló en favor de los holdouts y, después de muchos cabildeos, declaró a la Argentina en desacato formal. Valdría recordar, detrás de todo ese fuego verbal, apenas dos cosas. La Procuración de la Casa Blanca presentó ante la Corte Suprema de ese país una nota en favor de la postura argentina en el pleito con los buitres. Obama, en persona, formuló duras críticas a aquel fallo de Griesa.
¿Cómo estaría urdido, entonces, ese complot que hierve en la cabeza de Cristina?
La semana pasada la Presidenta añadió hilaridad a sus argumentos sobre el golpismo en ciernes. Denunció que si algo llegara a sucederle – ¿qué podría ser?– habría que mirar al Norte y no a Oriente. Culpó a Washington con el mismo desparpajo que lo hizo cuando arrancó su mandato en el 2007, sorprendida por la valija repleta de dólares de Guido Antonini Wilson ingresada clandestinamente al país. Pocos días antes de la nueva revelación, Cristina comunicó haber sido víctima de amenazas de parte del grupo fundamentalista Estado Islámico ISIS, horriblemente conocido por la decapitación de rehenes de Occidente.
Lo hizo en el marco de su presencia en la ONU. No sabía muy bien de qué se trataba ni cómo se había formalizado aquella presunta intimidación. Concluyó que habían sido dos llamados telefónicos al 911, uno de la Policía Federal y otro de la Bonaerense. Inquietante su falta de rigor y seriedad para una cuestión en apariencia tan grave, ventilada en el principal foro internacional de naciones.
Cristina parece temerle ahora más a Washington que a los propios decapitadores.
Con el trauma por el dólar ocurrió algo similar. La Presidenta creyó descubrir a los especuladores que serían responsables de la incesante fuga de divisas. Identificó a tres bancos de segunda y tercera línea. Sólo el Macro escaparía a esa calificación, pero su titular, Jorge Brito, es un abonado a las denuncias presidenciales desde que, luego de varios años, resolvió alejarse del cobijo del poder. La otra pieza del engranaje maquiavélico sería Eduardo Duhalde, el ex presidente. ¿Por qué? Por su vieja amistad con uno de los dueños de aquellos pequeños bancos acusados. Cristina se exhibió por cadena nacional como una sagaz investigadora, casi a la par de Sherlock Holmes, el implacable detective que creó la imaginación del escocés Conan Doyle. Repitió que muchas de las cosas que suceden en la Argentina de hoy no son por casualidad. Y que ella no es ninguna tonta. No lo es.
Pero debería esmerarse, tal vez, para resultar convincente.
La ausencia de confianza y los errores de gestión son los que profundizan el aislamiento del Gobierno.
No se recupera confianza revoleando palabras y denuncias.
No se suelen corregir las equivocaciones cuando se insiste con recetas fracasadas. Lo demuestra la galopante inflación y la creciente obsesión de los argentinos por el dólar.
La compra del dólar ahorro batió récords en sólo tres días de octubre. Aquellos déficits cultivan un estado de crisis con costados asombrosos, como corresponde a la indigente política argentina. Axel Kicillof tiene muchísimo que ver con esa complicada realidad. Casi nada le ha salido bien. Pero continúa acumulando poder.
Se equivoca y gana.
Inentendible para cualquier módico sentido común. Logró la separación del cargo de Juan Carlos Fábrega, el ex titular del Banco Central. El ministro de Economía –también Cristina– pretende una entidad policial y no reguladora del mercado financiero. Alejandro Vanoli, el nuevo presidente, lo cumplirá sin claudicaciones.
Será el vigésimo segundo titular del Central en 30 años de democracia. Según la duración de ese mandato (6 años), debieron ser sólo cinco.
Elocuencia de cómo funcionan las instituciones argentinas.
El caso de Kicillof no constituye la única rareza. También lo es que haya introducido en el directorio del Central a un dirigente que convocó hace poco a escrachar a Domingo Cavallo. La propia caída de Fábrega representó otra extravagancia. Estuvo aplaudiendo en la Casa Rosada el discurso de Cristina con el cual terminó de ejecutarlo.
Increíble. Lo responsabilizó por supuestas maniobras especuladoras de los bancos con el dólar. Una acusación de consistencia parecida a la de los complots. ¿Hace falta tanta maquinación para darse cuenta que la realidad de la economía fogonea la cultura argentina de la dolarización? ¿Qué podría hacer un ahorrista con su dinero cuando los bancos ofrecen tasas por debajo del crecimiento anual del costo de la vida?
La inmolación de Fábregas podría entenderse, quizá, por su falta de oficio político. Estuvo a punto de irse semanas antes cuando le detectaron una arritmia. Resulta menos comprensible, en cambio, en ministros y gobernadores del PJ que acompañan en silencio al Gobierno en su inconsciente búsqueda de un precipicio. Detrás de todos ellos se ocultaría otra cara de la crisis kirchnerista: la falta de un candidato propio, como confesó Máximo Kirchner en aquel acto con la crema camporista.
Fue además la admisión de un fracaso.
En doce años de poder, los K resultaron incapaces de construir una sucesión. Tal vez, porque jamás la contemplaron y soñaron con una eternidad. Pero Néstor Kirchner murió de repente y Cristina dilapidó en un par de años un enorme capital con el cual hubiera intentado forzar la re-reelección.
Aquella fosilización del peronismo K empezaría a convertir al radicalismo en una presa deseada en el arco opositor. Sergio Massa se aproxima al senador jujeño Gerardo Morales, luego de una misión discreta de uno de sus laderos, Juan José Alvarez. Pretendería extender influencias en Tucumán, La Rioja y Mendoza. Mauricio Macri hurga en el mismo sector, aunque su crecimiento en las encuestas habrían quitado ritmo a las tratativas.
Señales de que, en medio de la crisis y de la abulia electoral, algunas cartas políticas vuelven a girar por el aire.