A veces siento que la Argentina está condenada a cumplir con el mismo suplicio sufrido por Sísifo, quien, obligado por los dioses a empujar una roca hacia lo alto de una montaña, debía recomenzar todo de nuevo cuando, a punto de coronar su tarea, la roca se le caía. Crecemos luego de una crisis, y lo hacemos muy rápido, pero cuando nos ilusionamos con alcanzar la cima del desarrollo, una nueva crisis arrasa con lo conseguido y tenemos que empezar de nuevo.
Quizás la clave más profunda de estos ciclos esté en el carácter antagónico y excluyente que cada vía al crecimiento asumió. Liberales contra proteccionistas, campo versus industria, producción contra sistema financiero, cada modelo significó opciones polarizantes en lo político y en lo económico. Pero lo cierto es que una economía y una política estables y dinámicas necesitan de todos y cada uno de los sectores de la sociedad. No se trata de lograr un consenso idílico, sino de que cada sector no ahogue al otro o busque prevalecer destruyendo al aparente adversario, que después va a ser necesario para lograr consolidar un país.
Hay un incipiente debate sobre el antagonismo entre el modelo planteado por Alberdi en 1853 y la Constitución de Perón de 1949. Lo cierto es que estamos en 2014, con un mundo muy diferente y con una Constitución que es una síntesis importante de principios que provienen de diferentes tradiciones políticas, por ejemplo, el liberalismo, el socialismo, la doctrina social de la Iglesia. A tal punto la Constitución de 1994 es la Constitución de todos que permitió tanto el experimento neoliberal como también la recuperación luego de la crisis de 2001.
Los argentinos tenemos un gran desafío por delante de cara al profundo recambio político del año próximo: trascender nuestros grandes antagonismos históricos y no intentar ponernos más papistas que el Papa, más peronistas que Perón o más kirchneristas que Kirchner. Al respecto, parece un exceso el planteo de Fernanda Vallejos en su artículo de opinión publicado recientemente en este diario, en el que afirma que "el liberalismo está en la antípodas del pensamiento peronista y kirchnerista", con un marcado sentido antagónico.
El pensamiento de Perón marca tanta discrepancia con el liberalismo como con cualquier concepción estatal intervencionista y represora de la iniciativa privada. "No aceptamos la explotación del hombre por el hombre y menos aceptamos la explotación del hombre por el Estado", decía el creador del movimiento justicialista allá por 1950.
No parece correcto invocar a Perón para justificar excesos hacia ninguno de estos extremos. Nosotros en los años 90 nos fuimos a un extremo y sabemos lo que ocurrió. Salvador Allende llevó a Chile al otro extremo hace 42 años y cuando el Estado decidió manotear la renta empresaria, ésta se esfumó como arena entre los dedos.
Al día de hoy, participé en muchos debates de orden práctico respecto del rol del Estado en la economía, desde la época en que me tocó desempeñar la administración tributaria de la provincia de Buenos Aires y crear la agencia de recaudación ARBA. El resultado de esa experiencia me lleva a defender a diario las ideas que sustento en estas líneas: debemos lograr un Estado profesional, inteligente y sólido, y ser muy duros con el incumplimiento y todo tipo de transgresión en materia económica, laboral o ambiental, y en particular implacables con las grandes compañías. Pero a su vez la actuación estatal debe desplegarse dentro de un marco que no termine ahogando o, peor aún, matando a la gallina de los huevos de oro.
Una situación de actividad empresaria débil y poco innovadora, con empresarios confinados al rol de meros gerenciadores administrativos de empresas sobrerreguladas, sería decepcionante para el defensor del libre mercado. Lo mismo le pasa al defensor de la planificación centralizada que no tiene actividad para planificar ni empresas para intervenir y estatizar. Ese equilibrio que no hallamos es el sendero al desarrollo que nos fue esquivo hasta ahora.
Más que antítesis, los argentinos necesitamos una buena síntesis. Más de cien años de antagonismos destructivos nos mantienen como un país muy por debajo de lo que podemos ser. El opio argentino no tiene nada que ver con la religión.
El autor es presidente del Grupo Bapro