En esta oportunidad, no tuvo relación con el narcotráfico o las acostumbradas “entraderas” y “salideras”: la conmoción colectiva obedece a una serie de episodios en los cuales enfurecidos ciudadanos intentaron ejercer justicia por mano propia frente a presuntos delincuentes. La punta del ovillo se halló en Rosario, donde luego de dos días de agonía murió por linchamiento un joven de 18 años, acusado de arrebatar una cartera a una mujer. Pero se extendió a otras zonas del país –también el sábado en Palermo– no siempre tan urbanas ni pobladas.
Aquel primer desconcierto kirchnerista quedó reflejado en el discurso que el lunes, por cadena nacional, pronunció Cristina Fernández. Pareció un mensaje hueco, de compromiso, ante el ardor de la emergencia. Había sido programado para explicar los proyectos de la Sedronar (Secretaría de lucha contra la Drogadicción y el Narcotráfico) para recuperar a los jóvenes atrapados por el consumo de drogas. La Presidenta mechó una invocación de circunstancia al solicitar que no sean agitados “los deseos de venganza”.
El segundo gesto del mareo K corrió por cuenta de Raúl Zaffaroni. El juez de la Corte Suprema se metió en las entrañas de un debate al cual rehúyen hasta los principales portavoces del Gobierno. Aseguró que “los linchamientos no son ajusticiamientos sino homicidios calificados”. Pero cometió el error político de un novato, que no es. Introdujo en el cuadro de la discusión a Sergio Massa, erigiéndolo de nuevo en el contrincante más temido por el Gobierno. El líder del Frente Renovador no dijo ante los recurrentes desbordes sociales nada diferente a lo que fue posible escuchar en boca de Mauricio Macri, Elisa Carrió, Ernesto Sanz o Hermes Binner. Que se trata de una práctica aberrante pero, al mismo tiempo, una demostración de la ausencia del Estado y de la ineptitud del Gobierno.
Zaffaroni disparó sobre el intendente de Tigre que es “un vendepatria” y “un mentiroso”. Semejante reacción, quizás, esté explicada por otras razones.
El juez quedó herido y descolocado por la ofensiva que, en su momento, el diputado renovador lanzó contra la reforma del Código Penal. Más allá del estilo y los efectismos que supo utilizar, Massa forzó, en ese campo, un retroceso del Gobierno. También comenzó a tornar permeable la figura pública de Zaffaroni, escudada hasta entonces en su prestigio académico.
Nunca como ahora han llovido críticas sobre el magistrado. Incluso también, aunque solapadamente, dentro del máximo Tribunal.
Allí se suscitó una diferencia, hace semanas, cuando la Corte debió expedirse en un caso de un pedido de libertad condicional a un reincidente. Cuatro de los magistrados opinaron que el organismo no debía pronunciarse, de acuerdo a la jusrisprudencia precedente. Zaffaroni insistió y, aunque quedó en minoría (4-1), convalidó con una larga fundamentación el pedido realizado por la defensa del condenado.
Según fuentes de la Justicia, esa pudo constituir la primera pista de que Zaffaroni estaría dispuesto a saltar a la arena política cuando a fin de año, como prometió, abandone la Corte. Aspiraría a convertirse en ideólogo consecuente del kirchnerismo en el Congreso a partir del 2015. Aunque sus colegas mastican otras dudas: si, en efecto, lo dejarán salir de su actual cargo antes de que expire el mandato de Cristina.
Tanto el descontrol de Zaffaroni como la insipidez de la Presidenta denotan las dificultades del kirchnerismo ante los desafíos recurrentes de Massa. Ocurre con la inseguridad y el narcotráfico. También con las cuestiones económicas. El diputado del Frente Renovador machacó con la inflación antes de que el Gobierno decidiera, hace apenas dos meses, emparentar algo con la realidad aquellos índices. Jorge Capitanich utilizó su rueda de prensa de ayer para rechazar una solicitud del mismo dirige nte que promueve cambios en el mínimo no imponible del Impuesto a las Ganancias. Una demanda que figura también en la agenda de los sindicalistas, opositores y algunos K, que lanzaron una huelga nacional para el jueves 10 de este mes.
Tanto enfoque kirchnerista sobre Massa, al parecer, tendría un perjudicado, más que otros, en el amplio espacio peronista. Daniel Scioli, de alguna forma, se habría quedado con una agenda escuálida. Después de tres semanas sofocó el conflicto con los docentes aunque queda pendiente de saldar todavía el modo de recuperación que los alumnos tendrán de sus clases perdidas. Pero ha debido estar ausente de los debates sobre el Código Penal, la inflación y, ahora mismo, la inseguridad.
Hizo, a su manera, lo que pudo. Su ministro de Seguridad, Alejandro Granados, dispuso cambios en la cima de la Policía bonaerense al pasar a retiro a nueve comisarios generales. Entre ellos Jorge Omar Nasrala. Se trata del agente que habría sido informado por el ex intendente de Tigre sobre el robo que sufrió en su casa en julio del año pasado. Nasrala nunca habría comunicado la novedad a Ricardo Casal, por entonces ministro de Seguridad y Justicia de Buenos Aires. En cualquier caso, la sombra del diputado renovador parece sobrevolar siempre al sciolismo.
Massa constituye un problema que, a futuro, estaría engendrando Cristina. Existen otros de estricta actualidad frente a los cuales el Gobierno no tendría respuestas, ni de acción ni de palabra. Para ser precisos: no hay idea de cómo abordar la explosiva combinación de la inseguridad con la filtración del narcotráfico.
El punto de partida del dilema, en verdad, podría ser infartante para el relato K. Todas las políticas vinculadas a aquellos temas resultaron equívocas. Con un añadido inaceptable para el kirchnerismo: la cristalización de la pobreza y la marginalidad en la Argentina durante la década de la post crisis. Por ese motivo resultaron llamativas, como pronunciadas por un extraterrestre, dos frases que Cristina lanzó en su mensaje del lunes.
“Cuando alguien siente que su vida no vale dos pesos para el resto de la sociedad, no le pidamos que la vida de los otros no valga dos pesos ”, aleccionó. “El que está en la periferia siente que la sociedad le ha soltado la mano; mayor exclusión genera más violencia”, abrochó.
Esos conceptos hubieran sonado atendibles, a lo mejor, en una mandataria recién arribada al poder. Algo de ello mencionó Michel Bachellet en su discurso inaugural en Chile, luego de cuatro años de gobierno del derechista Sebastián Piñera. Pero Cristina va por los seis años de ejercicio directo del mando, amén de otros cuatro en los cuales fue acompañante privilegiada de Néstor Kirchner. La Presidenta hizo siempre de la idea de la inclusión social el núcleo de sus discursos y autoalabanzas.
Algunos eslabones parecieran haberse perdido en ese largo derrotero.
Veamos un ejemplo. El Gobierno, por exigencia del FMI, comenzó a blanquear desde enero el índice de inflación. Pero ha ocultado, al menos hasta ayer, la evolución de la Canasta Básica Alimentaria (CBA). Esta es una de las variables a partir de la cual se calculan los índices de pobreza e indigencia. Un trabajo del Observatorio de la Deuda Social Argentina de la UCA, de comienzos de este año, estimó en 25% la población que viviría por debajo de la línea de pobreza.
Cristina nunca aceptó tales contrastes y los adjudicó a una cadena del desanimo. Tampoco prestó atención al recurrente hábito de los saqueos, a la pérdida de la noción de orden y autoridad, y a nuevos fenómenos de la inseguridad, como el crimen de jubilados y los salvajes linchamientos. Prefirió soslayarlos o endilgarlos a imprecisos conspiradores.
Ese libreto, al parecer, empieza a dejar de ser útil.