Pero la intención es terminar con otra vida. Odio e indefensión se mezclan confusamente hasta explotar en un escándalo de violencia. Sucedió en la Capital, en Santa Fe, en Córdoba, en La Rioja. En el conurbano y en el interior del país las muertes son menos espectaculares. Hay mucha gente preventivamente armada. El delito suele chocar con esas armas, aunque no siempre.
La presencia de delincuentes pone en funcionamiento revólveres o escopetas. Un solo tiro dirime la lucha. Las muertes son limpias. Sin espectáculos largos ni multitudinarios. Muchos asaltantes terminan muertos por asaltados. La novedad de las últimas horas es que la práctica de la justicia por mano propia llegó a los grandes centros urbanos del país, la Capital, Rosario o Córdoba.
Cristina Kirchner reaccionó en el acto cuando una lamentable escena de violencia ocurrió en Palermo, donde vive el corazón de la clase media argentina. Cuatro días antes, un delincuente había sido linchado hasta la muerte en Rosario. Entonces se impuso el silencio en el gobierno nacional. El problema era hasta ese momento del gobierno socialista de Antonio Bonfatti. Las cosas cambiaron después. En el capitalino barrio de Palermo manda la Policía Federal, que está bajo las órdenes de la Presidenta. En La Rioja gobierna un gobernador amigo, Luis Beder Herrera.
No bien se conoció la primera noticia que la rozaba, la Presidenta echó mano del recurso más trillado de su administración, la cadena nacional. Cristina Kirchner cree que las palabras pueden cambiar la realidad o, lo que es más sorprendente, que están en condiciones de modificar la opinión pública sobre problemas que la sociedad conoce más que la Presidenta. Usó la cadena nacional, otra vez, para aludir a los problemas, a los que no nombra, y para referirse a ellos con cierta frivolidad. Es un acto repentino y fulminante. Toma el micrófono sin consultar con nadie, sin recabar más información que la que está en los portales de noticias. La superficialidad es mayor todavía cuando da cuenta de sus opiniones en Twitter, como sucedió con los casos violentos de los últimos días.
El Gobierno repite el mismo argumento una y otra vez. A los argentinos marginados de cualquier sistema económico o laboral no se les puede reprochar el crimen. Es la deserción del Estado, pero es también la aceptación de que las cosas no fueron como las cuenta la historia oficial. Si el crimen se ha convertido en una epidemia, como lo aceptan extraoficialmente hasta las fuerzas de seguridad, ¿de qué sirvió la década de inclusión social? ¿Pudieron existir diez años de inclusión social con tantos excluidos, según las afirmaciones presidenciales?
La exclusión social o la pobreza no pueden justificar el crimen. Es una ofensa a millones de pobres que prefieren permanecer en el lado honesto de la historia. El sofisma oficial carece, además, de veracidad. Los motochorros, que a veces viajan en motos caras, desvalijan a jubilados a la salida de los bancos, cuando los viejos acaban de cobrar sus escasas remuneraciones. Los jubilados están más excluidos que sus asaltantes del sistema económico. Es cierto que el delito suele ser menor en países de plena inclusión social, pero la exclusión de vastos sectores sociales no es el único argumento para explicar el desborde del delito. El Gobierno hace muy pocas referencias, por ejemplo, a la influencia del tráfico y consumo de drogas en la evolución del conflicto.
La sociedad argentina cambió de la indiferencia ante el hecho delictivo que afectaba a otros a una reacción violenta contra los delincuentes. Superó el miedo que predominaba antes y se fue al otro extremo. Esto sucede, claro está, cuando un grupo tiene acorralado a un delincuente; es decir, cuando éste perdió la capacidad de meter miedo. El acto de justicia por mano propia pertenece a la precivilización, cuando sólo la venganza podía saldar las cuentas entre los seres humanos. Nadie, desde ya, puede estar de acuerdo con semejante regresión, pero el nuevo conflicto merece un esfuerzo de interpretación más allá de las ideologías o de las meras objeciones.
La violencia está en la sociedad argentina, porque palabras violentas la impregnan desde hace demasiado tiempo. Un discurso oficial insiste en que el otro es un enemigo, y los enemigos no merecen piedad. El propios discurso moderado de la Presidenta es muy reciente. Métodos violentos también fueron frecuentes en lo últimos años. La práctica del "escrache", una forma de identificar al enemigo que nació con el fascismo y se perfeccionó con el nazismo, tuvo como víctima a cualquier crítico del kirchnerismo. La sociedad sólo necesitaba el hartazgo para convertirse en tan violenta como muchos de sus referentes políticos o sociales.
La criminalidad existe. No es sólo una sensación, como aseguran funcionarios que no saben hacer nada. El fenómeno creciente no encontró límites tangibles, porque la policía está poco entrenada, tiene escasos elementos técnicos, es perseguida por jueces y fiscales ante la menor denuncia de maltratos y, también, muchas veces es cómplice de los delincuentes. La Justicia es otro tema que forma parte del problema. No se trata de "garantismo" o "mano dura" (¿quién se opondría a las garantías constitucionales de los argentinos buenos o malos?), sino de una memorable laxitud de los jueces para encarar el problema del crimen. La filósofa Diana Cohen Agrest suele llamar peyorativamente "buenismo" a esa corriente judicial que, incluso, redujo la condena al asesino confeso de su hijo de 26 años.
En esa corriente judicial del "buenismo" militan los jueces y fiscales amigos de la Presidenta. Sin embargo, es la propia Cristina Kirchner la que suele criticar, a veces vehementemente, la indiferencia judicial ante el delito. ¿Hipocresía o incoherencia? Hace poco, después de las ocupaciones de los terrenos públicos de Lugano, Mauricio Macri llamó a Cristina para tratar de organizar una reacción conjunta del Estado. La Presidenta estaba enfurecida con esas ocupaciones y culpaba a la Justicia. Macri le avisó que la Policía Metropolitana no pudo avanzar en los momentos iniciales porque un cordón de legisladores opositores protegió a los que usurpaban. En la primera fila de la protección a la ilegalidad estaban los legisladores kirchneristas. ¿Hipocresía o incoherencia? La Justicia sigue dando vueltas con el caso de Lugano. Cerca de un millar de personas se adueñaron ya de terrenos que no le pertenecen. Asunto concluido.
El crimen modificó las costumbres sociales. Entrar o salir de sus casas puede ser para muchos argentinos una aventura cotidiana. Los padres viven sobresaltados por la suerte de sus hijos. Las mujeres se atan las carteras a sus cuerpos dispuestas a morir por ellas. Un trámite en un banco es una experiencia llena de adrenalina. ¿Qué pasará a la salida? Para peor, ni el Gobierno ni la Presidenta hablan nunca de la criminalidad. Cristina ni siquiera habló de ella cuando se refirió a los hechos violentos de los últimos días.
La lamentable conclusión de todo eso es lo que hay ahora. Una sociedad que ha roto el contrato esencial entre los ciudadanos y el Estado. El contrato que coloca el monopolio de la violencia en manos del Estado, que es lo que sucede desde que la humanidad conquistó la civilización. Esa ruptura es, en el fondo, lo que despierta los instintos violentos de una sociedad condenada a la violencia.