Tenemos miedo, por supuesto, de nuestros enemigos. Y hasta tenemos miedo de nuestros falsos amigos. ¿Podemos tener miedo, además, de nosotros mismos? Esta es la pregunta que surge ante la reciente multiplicación de los casos de "linchamiento" , en cuyo transcurso presuntos delincuentes fueron golpeados por vecinos enardecidos o asustados, que no les reconocieron ni el derecho de defensa.

¿Nos creemos superiores, acaso, a estos vecinos? ¿O sospechamos, al contrario, que en circunstancias similares habríamos procedido como ellos? Y si esto es así, ¿cómo no comprenderlos y excusarlos, para huir de la hipocresía? ¿Somos semejantes por lo visto a nuestros vecinos asustados porque, en circunstancias similares también podríamos participar, al igual que ellos, hasta de un linchamiento? "Hombre soy", dijo el poeta Ovidio, "y nada de lo humano me es ajeno". Ni lo sublime, ni lo criminal.

En definitiva, en determinadas circunstancias, aún aquellos que nos consideramos ciudadanos pacíficos seríamos temibles. Una Constitución humanista como la que tenemos, ¿no nos obliga por lo pronto a armarnos en defensa de la patria? Pero dar la vida por la patria equivale asimismo a quitar la vida por la patria. Morir por ella también puede implicar matar por ella. No hay nada más temible y admirable, en tiempos de guerra, que un soldado valiente, así como nada hay más despreciable que un soldado cobarde. Un desarrollo paralelo podría darse en el caso de la legítima defensa contra un agresor. ¿Cuándo correspondería y, a la inversa, ¿cuándo sería excesiva, y por ello reprobable?

En el momento que recibimos noticias de alguno de los casos de justicia por mano propia que se han conocido en estos días, así, también podemos ignorarlos, como si no nos correspondieran. ¿Pero no sería éste otro caso de cobardía, esta vez moral? Un grupo de nuestros vecinos, al sentirse amenazado, participó de un linchamiento. ¿Habríamos participado también nosotros? Si contestáramos que sí, de alguna manera nos inculparíamos. Si contestáramos que no, ¿no nos estaríamos engañando?

¿Cómo eludir, en suma, "el dilema de los vecinos asustados"? Si la policía estuviera siempre presente para hacer cumplir la ley, el dilema se esfumaría. Pero no está siempre presente y, en las situaciones de inseguridad, el ciudadano se queda a veces solo con su dilema. ¿Entonces se dejará asaltar? ¿Obrará, al contrario, preventivamente? ¿Y si se equivoca?

Lo peor es que el dilema del ciudadano amenazado debe resolverse en pocos segundos. Frente a un atacante experimentado, quizás armado, el ciudadano amenazado tendrá que "jugarse" de inmediato. Sus posibilidades de errar en tan poco tiempo aumentarán. Y si va a errar, la moneda del riesgo interior, ¿de qué lado caerá? ¿En favor del delincuente o de él mismo?

Pero al ciudadano atacado en plena calle le queda un argumento. Si va a salvar su vida, necesita hacerlo aun con riesgo de la vida de su agresor, porque nadie está obligado a ser un héroe y a todos, salvo quizás a los policías en acción, la vida ajena les valdrá menos que la propia. Una pregunta adicional, dicha al correr de la pluma: ¿apreciamos debidamente los ciudadanos las vidas en peligro de los policías que nos defienden?

El dilema del ciudadano bajo ataque se nos presenta, afortunadamente, en contadas ocasiones directas, personales, pero, en la medida que llega a todos nosotros a través de las noticias de los diarios, la radio y la televisión, se convierte en universal. La pregunta varía, así, de esta manera: ante una agresión delictiva, ¿de qué modo procederíamos? ¿Cuáles márgenes de comprensión estaríamos dispuestos a concederles tanto al agredido como al agresor?

Hoy, el dilema del ciudadano bajo ataque se presenta bajo dos formas. Es, por lo pronto, el dilema más estrecho pero más intenso por el que pasa él mismo o ella misma en esta prueba. Pero no deja de incluir también a quienes lo observan indirectamente a través de los medios de comunicación. No debe olvidarse, en este sentido, que estos "observadores indirectos" harán valer su opinión, además, en las elecciones, y que serán más duros o más blandos con los delincuentes según sean su propio talante, las circunstancias por las que pasa su país y su propia formación.

Correspondería, en este tema, una pregunta final: ¿tendríamos que ser más duros de lo que somos con los delincuentes? La Constitución sostiene que las cárceles serán sanas y limpias, no para el castigo sino para la reinserción en la sociedad de los que han del delinquido. Este postulado, ¿nos suena a utopía o como un programa que aún no hemos cumplido? ¿De qué debiéramos sentirnos responsables, todavía, los argentinos?