La Argentina debe vivir pacíficamente el tiempo que a la Presidenta le resta para cumplir su segundo y último mandato.
Ése es el propósito casi excluyente de Francisco. Pensó en muchas cosas cuando elaboró ese objetivo. En la tragedia personal y política que significaría un final anticipado del período constitucional que le toca a la Presidenta. En que la Argentina sería otra vez un ejemplo de cómo estallan las crisis irresueltas por la impotencia de sus dirigentes. Pero reflexionó, más que nada, sobre el vasto sufrimiento social que significaría una crisis política y económica de esa magnitud. Ni el Papa se ha vuelto cristinista ni la Presidenta se convirtió en bergogliana.
Los dos saben que pueden hacer algo para alcanzar aquel objetivo papal, el único del que se tienen pruebas incontrastables.
Hay una obsesión provinciana en la Argentina por mezclar al Papa con las cuestiones cotidianas de la política local. El propio Vaticano recibe una presión insoportable de argentinos que pugnan por llegar hasta Francisco. Hay algunos que hasta se enojan porque no reciben el mismo trato que otros. El propio periodismo argentino suele caer frecuentemente en esas distorsiones. Suponer que el Papa está dedicado en cuerpo y alma a las pasajeras ocurrencias de su país, como estiman algunos políticos, empresarios y sindicalistas, significa acercarse demasiado al ridículo.
Hay que poner las cosas en su verdadera dimensión. El Papa cambió la agenda interna y mediática de la Iglesia en apenas un año. Para concretarla, deberá ahora lograr el consenso del episcopado mundial. Es una tarea ardua, lenta y difícil, que le lleva, y le llevará, más tiempo del que se puede imaginar. Con el estilo de un franciscano y con el método de un jesuita. Austero hasta lo inexplicable, pero consciente de la necesidad de restaurar un sentido de la autoridad en la Iglesia. El drástico giro de esa agenda mundial (deben recordarse los últimos y abrumados tiempos de Benedicto XVI) obligó al Pontífice a trabajar siete días a la semana, sin descanso y sin vacaciones. El debate interno que abrió, por ejemplo, sobre temas de la familia representa cuestiones muy sensibles para la dirigencia católica del mundo. Buscador incansable de consensos, Francisco rechaza cualquier posibilidad de una disidencia dentro de la Iglesia por asuntos que él considera cruciales para relanzar la fe.
La Presidenta viene sosteniendo que le pidió al Papa una mediación con Gran Bretaña por las islas Malvinas. Francisco se reunirá dentro de pocos días con la reina Isabel II. Sin embargo, es probable que no haya ningún progreso, desde ya, si es que el Papa decide plantearle ese tema a la soberana británica. La reina Isabel es la representante de un país que se separó del papado de Roma hace más de 500 años. La relación entre la corona británica y el Papa es ahora cordial, pero siempre cargada de una historia de disidencias más que de coincidencias. Isabel II es, además, la expresión del Estado más alta de su país, pero en Gran Bretaña gobierna el Parlamento. Y el Papa es argentino, lo que, desde ya, inclina su corazón en el viejo diferendo argentino-británico.
La Presidenta aclaró ayer que no lo interesó al Papa por la causa judicial que bonistas voluntariamente en default (no quisieron entrar en ninguna de las dos reestructuraciones de la deuda argentina) ventilan en los tribunales norteamericanos. Hizo bien. El caso está en la Corte Suprema de Justicia de los Estados Unidos. Barack Obama se reunirá también en los próximos días con Francisco. No obstante, Obama ya anticipó que hará lo que puede hacer. Es probable que apoye la posición del gobierno argentino ante la Corte de su país, pero sólo si este tribunal le pidiera una opinión. La administración norteamericana no se presentará por iniciativa propia ante el máximo tribunal de su país. Ya lo aclararon en reserva o en público los funcionarios más importantes de Washington.
Del lado del Papa es probable que hayan existido algunas preocupaciones puntuales (la autorización de aborto sin denuncia penal en el anteproyecto de Código Penal, por ejemplo), pero ni siquiera se ocupó él de plantear ese asunto o esos asuntos. Su misión fue crear un clima distendido y sereno. Hacerle saber a la Presidenta que tiene un aliado en él para buscar un clima de paz social y política en el próximo año y medio. Punto. Aquellos temas quedaron seguramente en manos del secretario de Estado vaticano, Pietro Parolin, que, en tal caso, se los habrá transmitido al canciller Héctor Timerman o al secretario de Culto, Guillermo Oliveri. El protocolo del Vaticano es infalible en la preservación del pontífice.
Hay cosas de la Argentina que al Papa le interesan. El crecimiento del narcotráfico o la situación de amplios sectores sociales muy pobres. Eran los temas del cardenal Bergoglio y lo son también del pontífice de Roma. La flexible ortodoxia de Francisco es fácilmente perceptible también cuando aborda las cuestiones económicas. Tiene un discurso crítico de los excesos del capitalismo que ignoran a las personas concretas. No es una posición nueva en el Vaticano, aunque acomodada a los tiempos que corren. Es muy parecida a la posición que en su momento sostuvo Juan Pablo II con los temas de su época. El papa polaco fue muy crítico, por ejemplo, con el sistema financiero internacional que ahogaba con la deuda externa a los países pobres o en vías de desarrollo durante los años 80.
La experiencia argentina que más entusiasma al Papa no tiene nada que ver con la política ni con la Presidenta. Es el intenso diálogo interreligioso que él promovió como cardenal y que se convirtió en un ejemplo único en el mundo. Católicos, judíos y musulmanes han trabado relaciones religiosas, y hasta personales, sin perder sus propias identidades. Ese ejemplo fue llevado hace poco a Medio Oriente. Una delegación de más de 40 argentinos (entre los que había católicos, judíos y musulmanes) viajó a Israel, Jordania y Palestina y terminó en un largo encuentro con Francisco en Roma.
El presidente de la DAIA, Julio Schlosser, llegó entonces al Vaticano por tercera vez en el año de Francisco. "La próxima vez que te vea, te convierto", bromeó el Pontífice no bien lo vio. El dirigente de la comunidad musulmana Omar Abboud, otro cercano amigo del Papa, comentó luego que el fanatismo está en todas partes. "El fanatismo es una mala idea, pero no sólo está en las religiones; también está en la política, en el fútbol y en la sociedad", se lamentó. Esas palabras las podría suscribir Francisco, sin cambiar nada. La doctrina Bergoglio con el diálogo interreligioso es un mensaje a la política. ¿Por qué la política no puede hacer lo que sí pueden hacer las religiones? La respuesta no está en poder del Papa.
La dimensión mundial de Bergoglio y su proclamada vocación para perdonar hacen innecesarias ya las referencias al pasado entre él y el kirchnerismo. Esa historia existió. ¿Para qué insistir con ella cuando los protagonistas y las circunstancias han cambiado? Cambiarán aún más, pero es probable que otra vez se vuelva a mencionar al Papa cuando avance el proceso electoral que terminará en la elección del próximo presidente argentino. ¿Tiene el Papa un candidato? ¿Quién es? Sólo será factible la deducción, que podría surgir del conocimiento del Papa y de las personas de los candidatos. Bergoglio nunca irá más allá, ni siquiera en los gestos. El Papa no podría correr el riesgo de perder una elección en su propio país.