Los demonios del momento son los empresarios, es cierto, porque la supuesta codicia de ellos le permite no nombrar la palabra prohibida: inflación.

Tampoco se olvidó de su perpetua obsesión con los jueces, a quienes usó para culparlos de un viejo defecto kirchnerista: el insoportable desorden en calles, plazas y rutas del país.

La languidez del discurso dejó con muy pocos motivos para reaccionar a una nutrida militancia perfectamente movilizada. Escasearon los aplausos y los estribillos. Como si hubiera muy poco para festejar. El ritmo de la multitud siguió la cadencia presidencial.

Cerca del 80 por ciento del monólogo ante la Asamblea Legislativa lo dedicó a recordar supuestos brillos de un pasado que no se repetirá. Fue también contradictoria. Comparó varias veces la situación actual con la de 2003, pero sólo recordó aquel contexto de ruinas cuando le convenía. Todos los datos de la economía son necesariamente mejores que los de ese año de destrucción. Además, desde 2003 hasta ahora pasaron años de inmejorables condiciones en la economía internacional para la Argentina.

Hizo dos anuncios que cambian polémicas políticas suyas. Uno fue la mayor distancia que tomó con el acuerdo con Irán, a cuyo gobierno culpó de demorar el cumplimiento del pacto. Fue más allá: les pidió a propios y extraños una política alternativa a ese acuerdo. Nadie debería sorprenderse si la próxima alusión presidencial a Irán consistiera en la denuncia lisa y llana del acuerdo. Está preparando el terreno. La distancia con Irán forma parte de un cambio de su política exterior, que acompaña el cambio de la política económica. Es la conclusión de sus decisiones concretas, aunque la Presidenta nunca habló explícitamente de tales modificaciones.

Fue moderada hasta cuando habló de Venezuela. "No vengo a apoyar al gobierno de Venezuela ni a Nicolás Maduro", dijo de entrada, lejos de la mandataria que alguna vez estuvo más cerca del ALBA que del resto de América latina. Defendió las elecciones democráticas en Venezuela (cómo no hacerlo), pero omitió cualquier referencia a la brutal represión de Maduro, a la persecución sistemática del periodismo libre en Venezuela, al encarcelamiento del líder opositor Leopoldo López y al acoso político y mediático a todos los opositores. La democracia no consiste sólo en elecciones periódicas, sino también en una forma de vida que Venezuela ha eliminado totalmente. Éste es el aspecto que Cristina no tiene en cuenta.

El otro anuncio fue un giro drástico en su política frente al desorden público. Ningún opositor describiría mejor que ella, tal como lo hizo ayer, el infierno cotidiano que significa circular por la Capital y el conurbano. Piquetes y cortes de calles y rutas por razones que ni siquiera son comprensibles. Contó con la pasión de una patagónica los pretextos de los últimos cortes masivos de calles y autopistas en la Capital y sus accesos. Fue una protesta por la prisión (decidida tras un juicio oral) de los asesinos de un policía de Las Heras, en Santa Cruz, muerto a palazos durante una huelga de trabajadores.

Se indignó, pero no se detuvo en ninguna autocrítica. El desorden inmanejable de ahora es el resultado de diez años en los que unos pocos revoltosos tienen más poder que el Estado en el control de la calle. El Gobierno cuenta con poder policial para asegurar la tranquilidad y la libertad de circulación de los ciudadanos. Sin embargo, apartó de ella cualquier culpa y la depositó en los jueces. Ahí comienza otra historia. Estaba visiblemente contenta por los últimos cambios en el Consejo de la Magistratura, organismo al que le pidió que echara a los malos jueces y designara cuanto antes a los nuevos. Ambas decisiones, nombrar y destituir magistrados, quedaron en comisiones en manos de los jóvenes de La Cámpora enviados por ella. Es ella, definitivamente, la que se sentó en el Consejo de la Magistratura.

Esos jóvenes funcionarios ni siquiera leen un expediente sin la autorización previa de Cristina Kirchner. Las designaciones son más fáciles de implementar que las destituciones, porque éstas tienen siempre un trámite más espectacular. Las designaciones pasan, en cambio, inadvertidas. Pero una llegada caudalosa de nuevos magistrados protegidos por el oficialismo podría hasta cambiar la composición del Consejo de la Magistratura.

La procuradora Alejandra Gils Carbó, de clara militancia cristinista, está al frente de un máster de administración judicial en la Universidad de La Matanza, que podría ser la cantera de los futuros jueces. Podría modificar también la conducción de la Asociación de Magistrados. Los actuales jueces están más preocupados por el riesgo de las designaciones que por difíciles destituciones. Sería la frustrada reforma judicial hecha con otros métodos. Ayer, la Presidenta ratificó su adhesión a aquella reforma declarada inconstitucional por la Corte Suprema de Justicia.

El orden de algunos asuntos que planteó fue sintomático. Empezó por quejarse del descontrol del orden público, siguió lamentándose por los disturbios opositores en Venezuela y terminó elogiando a las Fuerzas Armadas argentinas por lo que hacen al margen de su función militar. ¿Esas funciones extramilitares podrían incluir la represión de eventuales estallidos sociales? No lo dijo. Sólo señaló que "vamos a estar mejor" con los militares bajo el comando de César Milani, pero no aclaró si el plural involucraba sólo al kirchnerismo o también al resto de los argentinos.

Hizo un dibujo verbal perfecto para contar lo que pasó con el acuerdo con Repsol por YPF, envuelta, por supuesto, en la bandera del nacionalismo energético. Dijo que Repsol recibirá 5000 millones de dólares en lugar de los 10.000 millones que pedía. Pero Cristina Kirchner pagó con bonos y con intereses altos. En diez años, Repsol tendrá sus 10.000 millones de dólares. ¿Deberá esperar? Sí, pero más o menos el mismo tiempo que le hubiera llevado un largo y engorroso juicio ante los tribunales internacionales del Ciadi. La petrolera española se ahorrará, eso sí, los honorarios de los abogados, que nunca hubieran sido una parte insignificante del juicio.

Cristina habló de Vaca Muerta (la segunda reserva mundial de gas no convencional y la cuarta de petróleo) y remarcó la necesidad de importantes inversiones. Traducción al idioma directo: el acuerdo con Repsol (elogiado explícitamente por Washington) era indispensable para aspirar a recibir inversiones en Vaca Muerta. Confirmó lo que decían sus críticos, que ella vapuleó durante dos años. El caso Repsol es una síntesis de los cambios en las políticas exterior y económica.

No mencionó por su nombre a la inflación ni a la inseguridad ni a la corrupción. El aumento del costo de vida es sólo responsabilidad de los empresarios (los zamarreó varias veces), e ignoró su propia responsabilidad en la emisión monetaria y en el gasto público, que espolean la inflación. "Buenos modos, nunca malos modos", les ordenó a los que ejecutan el programa Precios Cuidados. La política amable de ayer no se transfiguró ni en ese asunto crucial para ella. No les pidió nada a los sindicatos; sólo aludió a los maestros para reclamarles que se sentía rehén de ellos con el inicio de las clases, siempre condicional.

Cristina habló más mal que bien del peronismo, porque le recordó a éste su indiferencia por el sistema democrático. Lo contrastó, para peor, con la historia democrática del radicalismo. De la corrupción hablaron su silencio y las cámaras de la televisión oficial. Ni una sola vez lo enfocaron al vicepresidente Amado Boudou. La propia presidenta consultó varias veces con Julián Domínguez, presidente de la Cámara de Diputados, en lugar de Boudou, que era quien presidía la asamblea parlamentaria. Boudou es defendido, pero no tolerado.

Del "vamos por todo" de hace dos años pasó a un pedido clamoroso de acuerdos multipartidarios con la oposición. Pero embarró la oferta cuando puso como ejemplo la elección de Gerardo Zamora, un ex radical detestado por su partido, como ejemplo de su vocación acuerdista. Zamora es la expresión viviente del consenso al revés: ni peronistas ni radicales lo quieren en la presidencia provisional del Senado. Zamora está ahí porque la Presidenta no quiere que nadie dude sobre quién manda. Manda ella. Y lo quiere hacer hasta el último día de su poder formal, aunque también sabe, como insinuó ayer, que se está yendo.