No habría ningún registro alarmante sobre inseguridad ni acechanza del narcotráfico. Esa fue la descripción de la Argentina que, con mayoría de omisiones y apenas fugaces anclajes en la realidad, realizó la Presidenta al valorar su gestión que, para favorecer las estadísticas, siempre vincula a los cuatro años iniciales de Néstor Kirchner.
Tanta lejanía presidencial con la tierra tuvo dos reflejos nítidos. La cara de aburrimiento de la mayoría de los asistentes, incluidos los legisladores y militantes kirchneristas. La única ovación calurosa y sostenida de las casi tres horas de mensaje logró ser detonada por la alusión de Cristina a la crisis en Venezuela y la necesidad de defender el orden democrático. Esa defensa no permitió siquiera una mención a la represión y los muertos provocados por el gobierno de Nicolás Maduro.
Semejante mirada, difícilmente augure un horizonte político de sosiego. Menos todavía cuando algunas cuestiones de mucha gravedad se abordan desde una posición equívoca y banal. Cristina reveló su diálogo de las últimas horas con Mauricio Macri para referirse a la toma de terrenos en Villa Lugano como un episodio más. Ligado, tal vez, a cierto inofensivo desorden ciudadano. Esa ocupación tiene otros rasgos. Desnuda una necesidad social objetiva pero también señales de descomposición colectiva. Mucha gente armada, desafiante, frente a la cual ni la Policía ni la Justicia supieron reponer autoridad. Ese diagnóstico tuvo correlato en los salvajes incidentes en Saavedra, a raíz de la muerte de un joven que intercambió disparos con policías.
Vándalos que asolaron de madrugada un barrio, incendiaron decenas de autos y violaron casas particulares. Sucesos que no ocurrieron en el confín del conurbano sino en el distrito, en hipótesis, más próspero del país.
Con una década de demora la Presidenta le ha comenzado a prestar atención a los piquetes. Convocó a la oposición en el Congreso a buscar normas que logren encarrilar las protestas. El problema no sería sólo la demora: también alguna hipocresía. La costumbre piquetera nació con la crisis del 2001 pero el kirchnerismo terminó de consolidarla y potenciarla. Luis D’Elia es un ejemplo y Milagro Sala otro, en Jujuy. El ex piquetero y ex funcionario se exhibió en uno de los palcos del Congreso como espectador de lujo. Desde que el Gobierno lanzó el plan “precios cuidados”, la calle fue ganada por la organización de ultraizquierda Quebracho. Esos encapuchados hacen cortes y escraches a comercios y supermercados. Pero ahora sin causar desmanes. Son, sin dudas, funcionales a los K.
Nadie sabe, con certeza, a cambio de qué prebendas.
Aquel doblez de Cristina con la cuestión piquetera se advirtió en otros tópicos del discurso. Defendió a rajatabla la estatización de YPF y el reciente acuerdo con Repsol, que dejará una pesada deuda a sus sucesores (US$ 5.000 millones de base). Pero relativizó el autoabastecimiento que tenía la empresa petrolera cuando alumbró el ciclo kirchnerista. Es cierto, como dijo, que en esos años la Argentina comenzó a reponerse de la crisis, creció y disparó el consumo. Pero el autoabastecimiento se dilapidó, sobre todo, por las políticas erradas que desde el 2005 empezaron a recalcar la oposición y un sector del periodismo.
Algo similar sucede con el pacto con Irán por el atentado en la AMIA que dejó 85 muertos. La Presidenta volvió a justificar ese acuerdo inexplicable, aunque admitió implícitamente su fracaso cuando solicitó alternativas a la oposición para salir del pantano. Cristina carece de dosis mínimas de virtud introspectiva: afirmó que el pacto no sería tan malo si el régimen de Teherán duda tanto en abordarlo. Los iraníes no dudan.
Lo ignoran de lleno porque aceptaron suscribirlo por otras razones (que Interpol levantara el “alerta roja” contra los acusados) y para ganar tiempo.
También Cristina se lamentó de que la reforma judicial que había lanzado desde el Congreso el año pasado no tenga vigencia plena por un fallo adverso de la Corte Suprema. Aunque volvió a esgrimir la necesidad de un “control popular” sobre los jueces. Quizás su andanada contra el Poder Judicial resultó limitada porque a su lado estuvo Amado Boudou, proclive al aplauso desmedido.
El vicepresidente fue ignorado en las imágenes de la televisión pública.
El escándalo de Boudou por el caso Ciccone somete a la Presidenta a un permanente zigzagueo. El kirchnerismo apela a sus mejores herramientas en la Justicia, que no son pocas, para embarrar o aletargar la investigación. Pero no hay semana en que el fiscal Jorge Di Lello o el juez Ariel Lijo no recojan nuevas evidencias sobre la participación del vice en ese presunto ilícito. En los últimos días fueron las hijas del ex empresario, con pruebas importantes, las que agravaron su situación. Tal vez esas señas hayan sido impulsoras de otra determinación presidencial cuya onda expansiva sería difícil aún de mensurar: la designación del senador Gerardo Zamora, ex gobernador de Santiago del Estero, como presidente provisional del Senado en reemplazo de Beatriz Rojkés. Se trata de un lugar clave en la línea de la sucesión presidencial.
¿Esperaría la Presidenta alguna otra noticia ingrata y próxima sobre Boudou?. Aun cuando Lijo administre los tiempos de la causa, difícilmente pueda evitar llamarlo a una declaración indagatoria antes de mitad de año. Carlos Zannini conoce casi al detalle la información que disponen el magistrado y el fiscal. Esa información desarmaría, una tras otra, las excusas dadas por el vicepresidente cuando en el verano del 2012 comenzó a ventilarse el episodio. Cristina creyó, al principio, que se trataba de una campaña que apuntaba contra ella. Provocó, entonces, el desbarajuste más importante en el Poder Judicial en tiempos de democracia para intentar proteger a Boudou. Cesanteó al procurador general, Esteban Righi, cercó al juez Daniel Rafecas y apartó al fiscal Carlos Rivolo. No estaría arrepentida de lo que hizo pero tampoco, a esta altura, cree ya en los argumentos de Boudou, que adjudicó todo a una simple mentira.
Esa supuesta mentira llegó lejos y cada una de las explicaciones del vicepresidente se deshicieron. Dijo, por ejemplo, no saber quién es Alejandro Vandenbroele, que quedó como titular de Ciccone designado por un fondo de inversión. Lijo tiene varias pruebas en contrario. Aseguró además no haber tenido jamás vínculo con Héctor Ciccone. Las hijas del ex empresario –y otras pistas– demostrarían que sí. Negó cualquier influencia ante la AFIP para que ésta aceptara el levantamiento de la quiebra de la empresa y admitiera luego un plan especial de pagos. Ricardo Echegaray, con un documento firmado por el vicepresidente, demostró lo opuesto. No está claro por qué razón el jefe de los recaudadores se allanó al pedido de Boudou. Las inconsistencias del ex ministro de Economía resultarían interminables.
Pese a todo, la Presidenta no está dispuesta a entregarlo aunque con su aislamiento lo vaya convirtiendo en indigente político. Boudou no habla con nadie en el círculo íntimo del poder y lo que hace es por motu propio o a indicación de sus abogados defensores. De allí, quizás, sus conductas ciclotímicas. Se presentó de modo espontáneo (¿para qué?) ante el juez Lijo cuando el fiscal libró su pedido de indagatoria. Afirmó que siempre estaría a disposición de la Justicia. Pero estalló cuando las hijas de Ciccone presentaron nuevas pruebas en su contra ante el juez.
Sólo Gabriel Mariotto parece apiadarse de Boudou. Lo llevó a un encuentro cristinista en Buenos Aires, con presencia de La Cámpora, donde quedó embretado Daniel Scioli. El vicepresidente recompensó el gesto del vicegobernador: apenas saludó y le cedió el micrófono.
Así de bajas cotizan las acciones políticas del funcionario sospechado. Por ese motivo, justamente, en el peronismo predominaría la idea de que su incertidumbre judicial no se prolongue demasiado. Y si llegara a ser llamado a indagatoria y, eventualmente, procesado, promovería su paso al costado.
Al menos, un pedido de licencia. Ninguno de los candidatos para el 2015 –Florencio Randazzo (“Voy a ser Presidente”, repetía ayer en el Congreso), Sergio Uribarri ni hasta el propio Scioli– desearían asomarse al año de la carrera sucesoria cargando en sus espaldas el escándalo Boudou.
¿Le importa de la misma manera a Cristina?
Los peronistas no poseen una respuesta concreta para esa pregunta. La Presidenta sólo aspira a conducir su Gobierno hasta el final, a garantizarse resguardo futuro, y a conservar influencia para ejercer como posible electora. El traspié del vicepresidente podría mancharla. Pareciera más pendiente de eso que de la suerte que le toque al peronismo.
De hecho ungió a Zamora detrás de Boudou. El senador santiagueño es ajeno a los sistemas partidarios de radicales y peronistas. Su provincia tiene, por otra parte, dependencia casi absoluta de los fondos nacionales.
No poseería margen para aventuras. Su figura ahora empinada y su pasado radical fueron usados por Cristina para invocar pluralidad y llamar a otra concertación. Un recurso remanido, enmohecido, de otro tiempo y de otro país.