Pocos cuentitos son tan efectivos para explicar por qué algunas personas son incapaces de cambiar. El martes, por cadena nacional, Cristina Fernández volvió a citar la anécdota. Y aclaró, como si fuera necesario, que no tenía vocación de rana y que además sabía nadar. Es probable que haya sido un mensaje para parte de la clase política que fantasea o teme un final anticipado. La rana de la fábula, como se sabe, muere picada por el escorpión antes de cruzar de una orilla a la otra. El escorpión la ataca a pesar de que sabe que él también morirá al hacerlo. Pero su instinto es más fuerte. Más poderoso, incluso, que su instinto de supervivencia. Como diría Jorge Luis Borges en alusión a los peronistas, el escorpión no es bueno ni malo. Es, antes que nada, incorregible. En cierto sentido, la Presidenta tiene razón: jamás será la rana de la fábula. Sin embargo, y para desgracia de todos los argentinos, podría ser el escorpión. Es decir: terminaría siendo fiel a su naturaleza confrontativa, cerrada, caprichosa y soberbia, por encima de todo. Incluso de los intereses del país.
Incapaz de reconocer un error, prevaleció otra vez, en sus palabras, la rabia por sobre la templanza que se necesita para salir de este berenjenal. Por ejemplo: pudo haber aprovechado su nueva aparición -ya que el motivo era anunciar un aumento de la jubilación mínima y la ayuda escolar- para hablar en un tono más amable. O para convocar a un consejo económico y social con facultad de acordar las bases mínimas para detener la bola de nieve de la inflación. Pudo haber usado la cadena para explicar, también, por qué ordenó la devaluación más fuerte de los últimos 12 años y cuál sería el horizonte inmediato de una Argentina que se piensa de a 5 minutos. O para aclarar por qué el Banco Central volvió a subir la tasa de interés hasta casi un 30%. Sin embargo, eligió hablarle a la militancia rentada y con permiso para ingresar a la Casa Rosada. Es decir: optó por inocular a sus seguidores más resentimiento. E incluso pareció darles vía libre para ejecutar medidas de acción directa contra los empresarios y comerciantes que no cuiden los precios de acuerdo con la receta oficial. Como siempre, prefirió irritar todavía más a los trabajadores, los jubilados, los sindicalistas, los periodistas, los medios, los empresarios, al endilgarles, por carácter transitivo, toda la responsabilidad sobre el actual desbarajuste económico.
Además colocó a los ocupados en relación de dependencia que osaron comprar dólares en un lugar de avaricia que genera indignación. Y volvió a amenazarlos con quitarles los subsidios para las tarifas de servicios públicos, como si los hubiera encontrado robando in fraganti. Como si hubieran cometido un delito al ejecutar una acción que el propio Gobierno terminó de autorizar hace menos de dos semanas. Es decir: comprar divisas con parte de sus salarios.
Pero eso no fue lo único. Porque además usó una frase equívoca y típica de la derecha más reaccionaria para retar al líder de la CGT oficialista, el metalúrgico Antonio Caló: "Acá, en la Argentina, nadie se muere de hambre", le dijo, y terminó de humillarlo en público.¿Es oportuno semejante discurso en un momento como el actual? Como si eso fuera poco, Cristina Fernández se enredó con una complicada anécdota en donde la ristra de chorizos que aparecía junto a un trabajador esclavizado en Misiones se transformó en su objeto fetiche para demostrar que el mal siempre está en el otro y nunca en este gobierno "nacional y popular con inclusión social y matriz productiva diversificada". Otra vez, parecía la jefa de Estado de otra república y no de la Argentina. Pero aquí, en el país real, los precios no paran de aumentar y las reservas en dólares del Banco Central caen a razón de decenas de millones de dólares, todos los días. Y ni Cristina Fernández, ni el jefe de Gabinete, Jorge Capitanich, ni el ministro de Economía, Axel Kicillof, se dignan a escuchar a economistas de todo el arco ideológico que les aconsejan racionalizar el gasto, detener la dañina manipulación de las estadísticas oficiales y presentar un plan antiinflacionario integral, no medidas aisladas y contradictorias.
Y todo esto en un clima político, por lo menos, enrarecido. Jorge Yoma se transformó en un vocero brutal de lo que, según él mismo, "opina el 90% de la clase política, aunque no se anima a decirlo". Yoma cree que sería mejor que la Presidenta se fuera cuanto antes. Afirma que el peronismo no la debe echar, pero sí poner un límite. Que los gobernadores y los candidatos a sucederla la deben emplazar para evitar que siga tomando decisiones que lleven a la Argentina a la crisis de 1989 o de 2001. "Lo que pasa -dijo- es que el sistema político es cobarde y, en vez de decir las cosas como son, espera que la gente salga a la calle y pida la cabeza de la Presidenta", argumentó. Y agregó que, para ese entonces, el daño que le habrán hecho las últimas decisiones de este gobierno al país habrá sido irreparable.
A principios de esta semana, un empresario que tiene el 90% de sus insumos importados y que aguarda, sin éxito, desde diciembre la autorización del Gobierno para aumentar el precio de su servicio me dijo que, a esta altura, él espera un milagro, un viraje de 180 grados de la política económica que incluya el cambio del gabinete o? una salida acordada, no traumática, pero que adelante los tiempos y mejore las expectativas y el humor social. "Para que mi empresa y las de mis colegas no colapsen, nos deberían autorizar un 30% de aumento en las cuotas. A la vez, el sindicato del sector quiere negociar con un piso del 35%. ¿Dónde te creés que puede terminar esta carrera loca?", me preguntó.
Cristina Fernández no debería irse antes de terminar su mandato. Debería intentar arreglar lo que Néstor Kirchner rompió en 2006, cuando empezó a manipular las estadísticas oficiales. Y debería también pedir ayuda para salir del cepo, detener la sangría de dólares y ponerle un límite a la puja de los precios. Por su parte, los lenguaraces de la oposición tendrían que dejar de agitar el escenario de un final antes de tiempo. Impedir que el Gobierno se coloque en el lugar de víctima de una supuesta conspiración antipopular. Ésa sí sería una pésima noticia.