Impuestos a bienes considerados de lujo, aumentos de tarifas y de tasas de interés. ¿Qué otra cosa hubiera pedido el Fondo Monetario? Cristina Kirchner, Axel Kicillof y Jorge Capitanich parecen sus mejores alumnos.
El organismo multilateral del cual la Argentina se independizó para aplicar sus medidas sin que se las exijan y sin obtener préstamos a cambio habría pedido también un plan antiinflacionario. El Gobierno no lo hará porque ésa es su forma de financiarse, emitiendo. Y porque también esa cortina de humo pretende encubrir el brutal ajuste.
A los grandes enemigos de la Patria la Presidenta acaba de sumar a los trabajadores y a los sindicatos. Es curioso ver a una administración autodenominada peronista que teme a los trabajadores.
Los asalariados ganan demasiado, parece ser su visión. Son muchos aquellos a los que les sobra el 20% de sus ingresos para ir a comprar poco más de 500 dólares y "amarrocarlos", según el jefe de Gabinete. ¿Para qué quieren aumentos? Y sobre todo, ¿por qué seguirles dando servicios públicos subsidiados? La Presidenta ha descubierto, según su discurso, que los empleados ganan mucho en dólares y que ésa es la causa del problema de competitividad del país. Hay que bajarles los ingresos en términos de moneda dura. ¿Qué otra cosa diría un ortodoxo? Aquí lo propugna la Presidenta que desde Cuba rememora al Che Guevara.
Obligar a los bancos a vender sus dólares y bonos en moneda extranjera apunta a bajar la cotización oficial aunque sea por unos días. ¿Convencerá a los ahorristas de que dejen de pedir divisas para ahorro? El Gobierno compra tiempo y la conducción del Central, en manos de Juan Carlos Fábrega, toma medidas que no se sabe si consultó con Kicillof.
La gestión económica kirchnerista es tan mala que no sólo no puede administrar los problemas. También manejó muy mal el auge. Ahora se ven las consecuencias. Mientras la economía crecía, decidió que las reservas estorbaban y que era mejor usarlas para pagar deuda e impulsar aún más la actividad.
Ahora que las cosas no van tan bien y que sería bueno que el Gobierno gaste reservas para evitar una recesión, el Gobierno no tiene más remedio que hundir más la actividad para defender las reservas. La secuencia debió ser la inversa. El Estado debió tener superávit fiscal, es decir, ahorrar, cuando la actividad crecía y los privados gastaban. Ahora el Estado pide a los privados que se sacrifiquen porque debe recomponer sus ahorros.
Al Gobierno parece que no se le ocurre otra cosa que un ajuste clásico, pero lo presenta como si se tratara de la Toma de la Bastilla o la continuidad y profundización de una revolución.
Hace muy poco este mismo gobierno desperdició una oportunidad increíble de arreglar muchos desajustes de un modo menos cruento. Lo que los economistas gustan llamar un "aterrizaje suave". En noviembre, con apenas hacer un par de gestos en el sentido correcto el dólar blue bajó, la brecha con el oficial se achicó mucho, se aceleró el ritmo de devaluación sin que fuera directo a los precios y la Bolsa subió muchísimo. Había una oportunidad de hacer un tránsito menos cruento, menos ortodoxo, porque una parte no menor del sector privado estaba dispuesta a financiar la travesía del desierto.
Cristina Kirchner prefirió lo que más le gusta: pelear. Abrir las puertas del infierno al negarle la Gendarmería al cordobés José Manuel de la Sota y quedarse sola sin más remedio que el ajuste brutal, mientras grita a los cuatro vientos que la única víctima es ella.