A fines de diciembre, el relevamiento del índice general de expectativas económicas de la UCA y TNS-Gallup mostraba que el 45% de la población creía que la situación era "muy o bastante mala". Y nadie creía que las cosas irían mejor. El 70% pensaba que 2014 sería igual o peor que 2013. Casi uno de cada tres creía que las cosas estarían peor en los próximos seis meses.
No era un estado de ánimo extraño. Alzas de precios, devaluación a un ritmo mayor que en meses anteriores y una sucesión alarmante de muertes producto de los saqueos en medio de las rebeliones policiales en las provincias y de los permanentes cortes del servicio eléctrico.
Los temores de los pesimistas se vieron confirmados en enero, cuando el Gobierno dejó de defender el valor del dólar por debajo de los 8 pesos y lo que hasta entonces era una devaluación gradual se transformó en una fuerte devaluación de un día para otro. A fines de diciembre, las expectativas económicas ya estaban 18% por debajo del récord de optimismo que en octubre de 2011 coincidió con la reelección de Cristina Kirchner.
Las medidas que le permitieron revertir transitoriamente la caída de las expectativas parecen hoy impracticables. Por ejemplo, en 2013 hubo alivios parciales a la altísima presión del impuesto a las ganancias sobre los salarios. El índice mejoró en julio, agosto y septiembre, al compás de esas mejoras en el haber de bolsillo. Pero cayó en el crucial octubre, cuando la inflación destruyó las circunstanciales mejoras. No hay lugar para una política impositiva que ayude a mejorar la confianza. El Gobierno generó un enorme déficit fiscal mientras la economía crecía. Ahora que las cosas no van bien se quedó sin fondos para hacer política anticíclica, aumentando el gasto.
En octubre de 2011, el 88% de los encuestados creía que en los próximos seis meses el ingreso familiar sería igual o mayor. Sólo el 6% esperaba recibir menos. En diciembre, casi uno de cada cinco estaba convencido de que a mediados de 2014 sus ingresos estarían peor. No es raro que hasta los sindicatos oficialistas estén reclamando una recomposición que ya aparecía como imprescindible aun antes de la brusca devaluación.
Que empresarios, sindicatos y gobernadores reclamen revisiones trimestrales de los acuerdos demuestra una vez más que, salvo el Gobierno, nadie jura que se haya alcanzado un nuevo equilibrio.
Los acuerdos de precios de diciembre son un buen ejemplo. Después de fijar los "precios cuidados", el Gobierno se despachó con un aumento del boleto de colectivo, una reducción de los subsidios y un aumento de los peajes.
Mientras dice que hay un "nuevo equilibrio cambiario, recurre a prácticas lamentables para evitar la salida de divisas. Los sindicalistas saben bien que a las obras sociales les cuesta muchísimo que les liberen medicamentos importados para enfermos gravísimos
El clima económico internacional está cambiando en contra de los países emergentes. Ahora se sabrá quién hizo bien las cosas durante el auge y quién dilapidó la bonanza. Sobre la Argentina y Venezuela no hay ninguna incógnita. Han hecho las cosas mal y por eso, antes de que el clima cambiara, ya estaban en serios problemas. No son la cigarra de la fábula con la hormiga, sino peor. Son unas cigarras que cayeron en desgracia mucho antes de que llegara el invierno. Los dos países ya tenían déficit fiscal enorme, inflación muy alta y crisis del mercado cambiario cuando ningún otro país semejante padecía esos males.
El peligro de sufrir un episodio de inflación alta y luego caer en estanflación es alto, dicen los economistas. Eso ocurre cuando la economía no crece o lo hace en pequeñísima proporción, pero de todas maneras los precios siguen subiendo.
La Argentina padeció un proceso así en 1990, luego de la hiperinflación. El escenario internacional era mucho más adverso, con tasas de interés mucho más altas y valores para la exportación de bienes mucho más bajos. El resultado fue un escenario muy difícil, en el que se logró reprimir un rebrote de hiperinflación, que no era poco logro. Pero la estanflación casi se devoró el primer gobierno de Carlos Menem. Sobre fines de 1990, la inflación alta regresó y la oposición se restregaba las manos pensando que en octubre de 1991 el oficialismo perdería las elecciones de diputados y gobernadores, que en diciembre cambiaría la composición del Congreso y Menem sería sometido a juicio político.
Una economía estancada, con tasas de interés altas, inflación galopante a la vuelta de la esquina y el empleo flaqueando es el peor escenario para construir o sostener un proyecto político. Aunque se logre controlar el valor del dólar. En 1990 ese objetivo se alcanzó. El dólar, que en febrero había alcanzado algunos días los 6500 australes, terminó el año en torno a 5000. Y habían aumentado mucho las reservas. Pero la confianza flaqueaba. El déficit fiscal no se dejaba domar y tampoco las tasas de interés ni la inflación. Se cayó un acuerdo con el FMI y la crisis volvió con toda su fuerza.
El escenario político también era otro. Al Gobierno le quedaban cuatro años por delante y tenía el control de las dos cámaras del Congreso. Hoy, la única posibilidad parece ser buscar un heredero en un terreno muy complicado.