Desde el gobierno le prenden velas a los buenos efectos de la devaluación. Es decir: a la estabilidad de un dólar a 8 pesos que incentive la liquidación de divisas de la soja, licúe el enorme déficit fiscal y sincere, pero no tanto los precios de la economía real, incluidos los alimentos, los bienes durables y el salario. Ese sería un buen resultado. Un empate heroico, con un gol de rodilla a los 90 minutos y 3 jugadores menos.
Pero los economistas de la oposición, y también del oficialismo crítico, como Aldo Ferrer, Eduardo Basualdo o Jorge Gaggero creen que todo puede ser peor. Las diferencia entre unos y otros consiste en el tipo de crisis que vaticinan. Unos, los más cercanos al oficialismo, hablan de un final más parecido al del menemismo después de 1997. Es decir: una agonía en cuotas, hasta llegar, con el aire justo, a diciembre de 2015.
Otros, los más críticos y pesimistas, imaginan algo parecido al Rodrigazo de 1975, la hiper de Alfonsín en 1989 o la bomba social, económica y financiera que hizo renunciar a De la Rúa en diciembre de 2001. Más allá de los matices, no tardaremos demasiado en enterarnos dónde y cómo terminará todo. Como diría el ministro de la Corte, Carlos Fayt, las opiniones son libres, pero los hechos son sagrados.
Y los hechos dicen que si no se detiene ya la bola de nieve de la demanda de dólares y la indexación de todos los precios de la economía, esto puede culminar, y mal, antes del comienzo del otoño. El levantamiento parcial del cepo cambiario está aguantando al dólar oficial en 8 y manteniendo una brecha cambiaria, respecto del blue, del 50%.
Pero lo está haciendo a un ritmo de caída de reservas insostenible en el tiempo. Un ritmo vertiginoso que ni siquiera ha podido detener la imposición de una tasa del 25% para los pesos. Si el objetivo de semejante movida es seducir a los productores del campo para que liquiden los dólares de la soja y así conseguir un poco más de aire, habría que avisarle al equipo económico que eso no será suficiente.
O mejor dicho: que entre una cosa y la otra tendrá que controlar, ahora mismo, el tremendo impacto en los precios que provocó la devaluación sin plan al que el ministro Kicillof rebautizó deslizamiento cambiario. De todos los precios. En especial de los alimentos, como las verduras, los lácteos, el pan y la carne. Hasta los electrodomésticos, los autos, el café con medialunas, el estacionamiento, los peajes, las prepagas y los útiles escolares.
Es decir, todo, menos los salarios, los haberes jubilatorios y los montos de los planes sociales, incluido el Progresar. Y ya se sabe que la única manera de recuperar el poder adquisitivo del salario es con la negociación paritaria. Y la voz cantante de este precio no la tiene la Presidenta ni el jefe de gabinete ni el ministro de Economía, sino dirigentes como Hugo Moyano o Luis Barrionuevo.
Pero la velocidad de la caída final, depende no solo de las variables económicas, sino también de las expectativas de la gente. Ayer, en Perfil, el moderado sociólogo Manuel Mora y Araujo, dio a entender que en la calle, la mayoría, no espera una catástrofe. Es decir: se ubicaría en el justo término, entre los alarmistas que suponen que esto se arregla a puro ajuste de una sola vez decidido por el gobierno o por imposición de la realidad y los superoptimistas del gabinete económico, quienes sugieren que esto no es más que una corrida liderada por unos cuántos vendepatria a los que les están ganando la pulseada.
Si se mira en perspectiva, se verá que todo comenzó en 2005, con la pelea entre el presidente Néstor Kirchner y su ministro de Economía, Roberto Lavagna. El ministro pugnaba por un aumento suave de tarifas, la creación de un fondo anticíclico para las épocas de vacas flacas y más racionalidad en el gasto público.
Pero Kirchner eligió la salida de corto plazo y la peor solución de todas: más emisión monetaria, más subsidios a las empresas de servicios públicos y manipulación de las estadísticas oficiales. El otro enorme error fue la decisión de implementar un cepo cambiario, a fines de 2011. Porque, lejos de lograr el objetivo, conseguir más dólares para pagar los intereses de la deuda y la importación de combustibles generó una fuerte demanda sobre el precio de la divisa, una ininterrumpida caída de reservas y un factor de incertidumbre que terminó distorsionando todos los precios de la economía.
Y esto es pura mala praxis. O, como me dijo la semana pasada Rogelio Frigerio, presidente del Banco Ciudad, es como chocar una calesita. Algo que, en el mismo contexto económico, no hicieron ni Chile, ni Uruguay, ni Brasil, ni Paraguay, ni Perú ni Bolivia para citar a distintos países de la región, con presidentes de izquierda o de derecha, todos con menos inflación y una tasa de crecimiento sostenida. No hay que ser experto en Historia de la Economía, la asignatura de moda, para darse cuenta que la culpa de la actual situación no la tienen los enemigos imaginarios a los que Cristina Fernández invoca para no asumir la responsabilidad.
Hasta el propio Ferrer la está pidiendo, ahora mismo, que baje el gasto público de manera racional, antes de que todo se venga en banda. Si escucha a los racionales, la jefa de Estado quizá pierda el apoyo de sus seguidores más radicales, pero habrá evitado una catástrofe mayor. Pero si hace caso a las nuevas sugerencias de Kicillof, es muy probable que el gobierno empiece, esta semana o la otra, una casa de brujas, con nombre y apellido, contra empresarios cuya actividad o perfil resulten ideales para ser elegidos como chivos expiatorios.