Sólo hay una certeza entre tantas incertidumbres: la crisis no demorará en devorarse a la política o al equipo de la Presidenta. Una de las dos cosas, o las dos, deberá entregar antes de que el Banco Central se quede exhausto y de que la inflación haya terminado con la paciencia de los argentinos. ¿Quién, en su sano juicio, imagina muchas semanas o muchos días más con caídas diarias de reservas de entre 150 y 250 millones de dólares? ¿Quién puede suponer que la sociedad vivirá normalmente con una inflación de 5% en enero, según estiman economistas privados, y probablemente de 3 o 4% en febrero?
La devaluación estaba en los planes del Gobierno. En noviembre, luego de las sublevaciones policiales que obligaron a las provincias y a la Nación a dar fuertes aumentos salariales, se le preguntó a un importante dirigente kirchnerista cómo harían para financiar esas promesas cuando el déficit y la emisión habían alcanzado un nivel récord. "Hay dos soluciones. Una consistiría en bajar los salarios por decreto. Imposible. La otra es una fuerte devaluación para licuar el déficit del Estado. Saque sus conclusiones, porque sólo existen esas dos recetas. No hay tres", respondió.
El Gobierno eligió enero para depreciar el peso, creyendo que la distracción de las vacaciones licuaría el mal humor social que producen las devaluaciones. No fue así.
La Presidenta está en su peor momento en las encuestas desde la guerra con el campo, hace cinco años. Hizo la devaluación, además, con un equipo de funcionarios inexpertos y mediocres, enfrentados entre ellos, jugando a la desautorización mutua. El país atravesó muchas crisis en su historia, pero ninguna fue manejada, como ésta, con tanta ineptitud y contradicciones peligrosamente mezcladas. Una parodia más que un plan. El corresponsal del diario español El País, Francisco Peregil, escribió con sagacidad que podría ser un "gobierno humorístico" si no fuera porque sus decisiones influyen en la vida de millones de argentinos.
Al revés de lo que el Gobierno cristinista pregonó siempre falsamente ("el mundo se nos cayó encima"), es la Argentina la que se cayó ahora sobre el mundo, más que nada sobre los países emergentes. Y sobre España, que siempre oscila por los estropicios argentinos. Es cierto que había ciertas vacilaciones entre los emergentes (por la restricción de los estímulos monetarios norteamericanos, una tendencia a la baja de los precios internacionales de las materias primas y cierta retracción de la economía china), pero venían ?reacomodando sus economías sin provocar grandes espectáculos de crisis. Las escenas operísticas de la economía argentina, en cambio, perjudicaron a todos los países emergentes, sobre todo a Turquía, Sudáfrica y Rusia.
El Gobierno eligió el peor camino: una devaluación sin plan. Y sucedió lo que sucede siempre en estos casos: comenzó una carrera insoportable entre el tipo de cambio y los precios. Una carrera que no tiene condiciones físicas ni oxígeno para 60 días. ¿Por qué 60 días? Porque sólo en marzo comenzarán a ingresar al país dólares por las exportaciones de granos. Tampoco entonces empezará una fiesta sin fin. Serán sólo tres meses (marzo, abril y mayo); el segundo semestre será tan austero como las semanas que corren. Mientras tanto, los economistas se preguntan si la inflación argentina cerrará el primer trimestre del año con un índice de un dígito o de dos dígitos. En rigor, lo único que podría frenar la suba de precios sería una brusca desaceleración del nivel de actividad económica. Una noticia política tan mala como la inflación. No es una alternativa descartable, ni mucho menos.
El baile de Cristina con la impopularidad sólo ha comenzado. El pésimo manejo de la economía era hasta ahora un debate intelectual. El cristinismo había impuesto preguntas que ya estaban respondidas hacía mucho tiempo. Por ejemplo: ¿la emisión monetaria produce inflación? Una presidenta del Banco Central, Mercedes Marcó del Pont, llegó a afirmar que no. La realidad la está refutando. ¿El gasto público beneficia a los sectores más pobres de la sociedad? El gasto público desmedido produce inflación, que afecta, primero y sobre todo, a los más pobres.
La sociedad vivía ajena a esa controversia inútil, mientras los salarios aumentaban junto con la inflación y el consumo mantenía niveles importantes. En el largo período que duró ese debate el kirchnerismo gastó el stock energético y el stock ganadero, y está liquidando el stock de reservas de dólares del Banco Central. ¿Quién ganó en la "década ganada" si el país es más pobre de lo que era?
El problema actual de la Presidenta es que la inservible vejez de sus políticas salió del debate y llegó cruelmente a la vida cotidiana de la sociedad. Los cortes de luz, la inflación y el dólar son conflictos demasiado populares como para tratar de confundir a alguien. "Con esos problemas instalados en la sociedad, los economistas no necesitamos explicar que estamos frente a una crisis", resumió Carlos Melconian.
El Gobierno decidió anclar el precio del dólar en 8 pesos y las tasas de interés en el 25 por ciento. Si esas tasas de interés lograran frenar el precio del dólar, habrá sido a cambio de bajar notablemente el nivel de la actividad económica. La conspiración supuesta y previsible será entonces de los bancos. Pero si esas tasas fueran insuficientes, el dólar volverá a dar un salto. El complot inverosímil será, en tal caso, de los compradores de dólares, que el propio Gobierno espoleó. Todo es posible cuando sólo hay un equipo gobernante que abre puertas que conducen a ningún lado, que se mete en laberintos sin salida y que se va hacia una dirección para después volver. Un gobierno definitivamente marxista, pero seguidor de Groucho Marx.
Un conflicto central de Cristina Kirchner es la desconfianza que provoca su gobierno. Desconfianza en el manejo económico que la acompañó aun cuando arrasaba en elecciones nacionales. En el mes de octubre de 2011, cuando ganó la reelección con más del 54 por ciento de los votos, se fueron del Banco Central unos 3000 millones de dólares, comprados por argentinos de todos los sectores sociales, pero igualmente desconfiados. Ahora, está impidiendo esenciales importaciones de insumos industriales para satisfacer la desconfianza de esos mismos argentinos, que se agolpan en las puertas de los bancos para comprar dólares.
Tal vez la Presidenta cambie de política y de equipo, pero difícilmente recuperará la confianza que perdió hace demasiado tiempo. Ganaría, desde ya, con sólo conseguir que el jefe de Gabinete y el ministro de Economía digan el mismo discurso en lugar de desautorizarse entre ellos. Pero el núcleo duro de su conflicto consiste en que los componentes de la sociedad no creen en sus políticas económicas, buenas o malas.
En los últimos días se han mencionado los ejemplos de los gobiernos de Raúl Alfonsín y de Fernando de la Rúa. La mención es atinada, porque la crisis actual parece ser una mezcla de los malos manejos en ambas experiencias históricas. Hay un solo dato diferente: esta vez es el peronismo el que está en el poder y podría perderlo.
Dirigentes peronistas, incluidos gobernadores e importantes intendentes, han conversado más de lo que se sabe en los últimos días. Temen que Cristina Kirchner y sus jóvenes de La Cámpora comprometan el destino de poder del peronismo. ¿Y si tuvieran razón Mauricio Macri, Hermes Binner o Ernesto Sanz cuando dicen que el peronismo, menemista o kirchnerista, fatigó a la sociedad y que ésta podría votar otras alternativas? Por eso, nadie debería sorprenderse si el peronismo hiciera próximamente algunos gestos de diferenciación del gobierno cristinista.
Mientras tanto, Cristina Kirchner trabaja sólo para el marketing de los símbolos. El marketing es mucho menos que los símbolos puros. Los autógrafos que Cristina le pidió a Fidel Castro en La Habana, choluleando como una fan de una estrella de rock, contrastaron con la importante gira de Dilma Rousseff. La presidenta brasileña estuvo en Davos, donde trató de seducir a los empresarios más importantes del mundo, y de ahí se fue a Cuba, donde inauguró una de las más importantes inversiones privadas extranjeras en la isla desde que existe el castrismo.
La saga del marketing de Cristina siguió luego por Twitter. Culpó a banqueros y empresarios por una devaluación que ella misma perpetró. Y también se quejó porque hubo aumentos de precios después de una devaluación que careció de programa y de acuerdos políticos y sectoriales. Se queja, en fin, porque la lluvia moja.
¿Para qué trabaja esos símbolos? ¿Acaso porque piensa en regresar a casa con ellos? ¿O, tal vez, porque se prepara para dar un giro en su política de perpetuos zigzags? Sobre algunas variantes debe estar reflexionando en estas horas; sabe que ni la política ni la economía tolerarían dos años más al ritmo de un dramático vodevil.