El cristinismo radicalizado toma distancia. Ni el discurso ni la acción del Gobierno lo conforman. No se envolvió en la bandera de la revolución para terminar aplaudiendo un acuerdo con Repsol ni, mucho menos, con el Fondo Monetario, con el Club de París, con los tribunales internacionales del Ciadi ni con los fondos buitre. Cristina Kirchner está en un territorio desconocido: la aplauden opositores y empresarios, pero calla el núcleo duro del populismo kirchnerista. Tal vez, el ejemplo más paradigmático de ese cambio haya sido un lapsus de Guillermo Moreno.
"Entregamos un país mejor", dijo en su despedida. Pero el que se iba era él, no Cristina. La Presidenta no está entregando nada por el momento. Sin embargo, por aquella frase melancólica de Moreno se desliza una certeza: el país que entusiasmó al fanatismo retórico (aislamiento internacional, políticas agresivas contra los empresarios, alegres confiscaciones) ya no está. De alguna manera, en efecto, el cristinismo está entregando un determinado país, aunque la Presidenta siga siendo la misma.
¿Cuál es la verdadera Cristina? ¿La que fue presidenta durante seis años o la que se asoma en estas horas? La mujer que no tenía límites políticos, sobre todo la de 2011, es tal vez la auténtica. Hace dos años, con el 54 por ciento de los votos nacionales, con una oposición reducida a la insignificancia y con una economía mucho mejor que la actual, ella le entregó la conducción política a La Cámpora y la conducción económica a Moreno. La Cristina actual es una presidenta acorralada, forzada a cambiar la orientación central de su gobierno.
Descubrió durante su aislamiento en Olivos que carecía de las dos condiciones que había diseñado Néstor Kirchner para conservar el poder. El líder debe contar siempre con la posibilidad de una reelección y jamás debe carecer de recursos financieros. El dinero es la primera argamasa del poder, decía el ex presidente. La caja, subrayaba. Pero resulta que ahora el Banco Central se está quedando con muy pocas reservas. Es consecuencia más de los dólares que no llegan que de los que se van. El cepo cambiario fue, al final del día, un disparo mortal al corazón de las reservas.
Cristina imagina alternativas forzosamente reducidas a la inexistencia de una reelección. Aislar a Sergio Massa del peronismo, hurtarle la agenda política, someterlo a la mezquindad mediática. Y aspira a fragmentar la propuesta presidencial del peronismo oficialista. Que aparezcan, como están apareciendo, cuatro o cinco presidenciables del peronismo. Le huye a la perspectiva de uno o dos candidatos fuertes del justicialismo, porque el poder comenzaría a desertar. Ni Massa ni Scioli deben ser figuras excluyentes.
El plan político podría tener éxito si la Presidenta acertara con los traumas de la economía. Eso es lo que está por verse. Por ahora, Cristina lanzó una desesperada colecta de dólares. Está tratando de resolver el caso empresario más traumático de toda la experiencia del kirchnerismo en el poder, el de Repsol. Fue la confiscación violenta de YPF, la principal empresa del país. Esa era la Cristina de la época inaugural de su segundo mandato, la que estaba más cerca de Hugo Chávez que de cualquier otro ejemplo extranjero, la que no decía nada cuando desde su intimidad política se insistía con una reforma constitucional que habilitaría un tercer mandato consecutivo. Al revés, ahora Cristina acaba de dar un salto rápido para distanciarse de las extravagancias del venezolano Nicolás Maduro.
Intuye que los únicos que podrían poner dólares urgentes son los petroleros. Vaca Muerta es un enorme capital potencial con el que la Argentina no contaba. La segunda reserva de gas del mundo y la cuarta de petróleo, según la última medición de las Naciones Unidas sobre reservas no convencionales. Una riqueza que se guarda bajo el desierto patagónico. El desierto hace fácil la extracción del petróleo y el gas que requieren de nuevas tecnologías y de enormes inversiones. Por el contrario, China tiene una riqueza parecida muy cerca de ciudades superpobladas.
Ni el oficialismo ni la oposición han abierto por ahora un debate sobre cómo debería ser la explotación de esas reservas. La Argentina tiene una historia de vivir de rentas. Dilapidó todos sus capitales en poco tiempo. El populismo pudo siempre más que la sensatez. ¿No es hora ya de establecer un plan para que la energía no convencional sea un bien de muchas generaciones y no de una sola? El caso de Cristina Kirchner es un ejemplo de lo que no debería suceder: está buscando a salto de mata que parte de esa riqueza venga a suplir los dólares que se fueron por el turismo o por la compra de autos importados. Está liquidando una herencia importante en un remate de pueblo.
Vendrán inversiones petroleras una vez que se resuelva definitivamente el caso Repsol. Siempre y cuando, también, no condenen a los petroleros a traer dólares con un precio oficial subvaluado. Repsol se toma su tiempo para terminar con el acuerdo. Ni Cristina ni Axel Kicillof entienden una cuestión crucial: Repsol es una empresa privada (entre sus dueños hay importantes fondos de inversión norteamericanos) y sus directivos deben tomar recaudos ante previsibles requerimientos de sus accionistas sobre una operación multimillonaria. No es el mismo caso de la mexicana Pemex, que activó una fuerte presión para llegar al acuerdo, y de la argentina YPF, porque ambas son estatales.
Fue significativo el gesto de la Presidenta de agradecerle a Mariano Rajoy la gestión de su ministro de Industria. Por primera vez, quizá, Cristina no consideró que ella estaba haciendo un favor, sino que el favor se lo habían hecho a ella. Pero el gobierno español ya hizo casi todo lo que podía hacer, aunque todavía tiene márgenes para moderar o interceder. No puede hacer mucho más en una empresa propiedad de privados. Su aporte, con todo, fue decisivo. Incluso convenció al gobierno mexicano de que la propuesta de Antonio Brufau, el desconfiado presidente de Repsol, debía ser la solución definitiva.
Escribir un acuerdo con España no es impopular en la Argentina. Hasta es popular en muchos sectores sociales. El problema de la Presidenta es que lo que viene, si es coherente con la racionalidad, chocará con la opinión pública. El monumental gasto público la obligará a terminar con los subsidios a las tarifas de los servicios públicos. Son las decisiones que está preparando su equipo de gobierno. Si al final no lo hiciera, lo que la aguarda es una mayor emisión de dinero fácil y niveles más altos de inflación.
Pero la propia actualización de las tarifas, como ya sucedió con las naftas, espoleará también la inflación en un primer momento por lo menos. El Gobierno está demorando una solución al conflicto del dólar porque le teme a la impopularidad. La demora no podría deberse a una falta de fórmulas, porque Kicillof fue viceministro de Economía hasta que accedió al ministerio y el presidente del Banco Central, Juan Carlos Fábrega, era titular del Banco Nación. Algunas ideas debieron imaginar en sus cargos anteriores. Pero los anuncios se demoran inhumanamente. Hay miles de argentinos que planificaron vacaciones en el exterior para dentro de un mes. Son sectores altos, medios y medios bajos de la sociedad. Ahora tienen cuatro dólares: el oficial, el turista, el paralelo y el que está por llegar, que nadie sabe cómo será.
Jorge Capitanich insinuó la posibilidad de buscar financiamiento en el exterior; esto es, créditos nuevos. ¿Qué le dirá Cristina ahora a la militancia eufórica que durante años aplaudió el desendeudamiento? Pero los dólares no podrían venir sólo de eventuales inversiones en petróleo. Petróleo y crédito. Las alternativas se agotan ahí. La realidad no es pródiga. Cristina se llama Kirchner y durante diez años el kirchnerismo vapuleó a inversores nacionales y extranjeros. La confianza perdida está perdida para muchos empresarios.
Llegó la hora de los menesteres olvidados del cristinismo. Coincide cuando la salud y la política notificaron a la Presidenta de que su destino es irse apaciblemente y no insistir con una revolución inverosímil. Frente a ese espectáculo de piruetas, saltos y giros, ¿cómo no comprender a los nostálgicos del viejo cristinismo dogmático, ya en desuso?.