La sinceridad suele ser una virtud inesperada en la política. Provoca desde sorpresa hasta indignación, nunca indiferencia. Y en la madrugada del último jueves fue extremadamente sincero Miguel Pichetto, el curtido jefe del bloque oficialista en el Senado.
En el debate por el proyecto de reforma del Código Civil, Pichetto dijo: “La verdad es que yo no lo comparto. Voy a funcionar como siempre he funcionado, y además represento a la mayoría, con un concepto de disciplina política”.
La oposición se retiró y la votación fue ganada 39 a 1 por el oficialismo. Pero esas palabras de Pichetto resuenan más fuerte que la media sanción del nuevo Código Civil, modificado a última hora por indicación del Gobierno atendiendo posturas de la Iglesia sobre el momento del comienzo de la vida. Esa es una polémica que recién empieza.
A Jorge Capitanich le preguntaron por la confesión de Pichetto. El nuevo jefe de Gabinete, que tiene respuestas para todas las preguntas, interpretó que esos dichos se debieron a “la necesidad de coordinar a distintos actores que son los votos propios en el Congreso”. Notable vacío lleno de palabras sonoras.
De paso, Capitanich remarcó –esta vez sin que nadie se lo preguntara– que tiene “un gran afecto” por Pichetto, a quien calificó como “un gran presidente de bloque”. Entre bueyes no hay cornadas. Entre políticos profesionales tampoco.
Lo que quedó interpelado, con la actitud de Pichetto, fue justamente la lógica que informa las conductas de los profesionales de la política.
Aquí es donde florecen las preguntas. ¿Hasta dónde se debe seguir el dictado de la propia conciencia? ¿La pertenencia a un colectivo debe imponerse sobre la postura individual? ¿Verticalistas o librepensadores? ¿Los políticos se representan a sí mismos o a la fuerza que integran?
Es una discusión de años, que involucra siempre a las fuerzas que gobiernan.
Raúl Alfonsín en su tiempo ya hablaba del necesario balance entre la ética de los principios y la ética de la responsabilidad.
Esta semana, en un notable artículo que publicó en el diario La Nación, el ex ministro Carlos Vladimiro Corach señaló que “el verticalismo es el reconocimiento al liderazgo de un jefe, de un conductor”. Y afirmó que “el verticalismo, tan criticado, es el presupuesto de la gobernabilidad”. Corach, como buen peronista, presenta esto como una virtud y proclama que el único portador virtuoso es el peronismo.
Las palabras de Corach explican las de Pichetto. Y también revelan una de las razones por las que el peronismo es hasta hoy el partido del poder en la Argentina.
Son afirmaciones provocativas. Pero quienes con legítimo derecho las cuestionan todavía le deben a la sociedad una construcción y una lógica política diferentes; capaces de pasar la prueba de consistencia que significa saber llevar las riendas de un gobierno.