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Alguna vez amagaron con irse. Fue en aquella madrugada agónica de julio de 2008, cuando Julio Cobos les votó no positivo en el Senado y decretó su derrota en el conflicto con el campo. La leyenda cuenta que el impulso fue de Néstor y que Cristina resistió un poco la tentación de escaparse. Y que una gestión urgente del entonces jefe de Gabinete Alberto Fernández y hasta un llamado desde Brasil del presidente Lula ayudaron a descartar la locura y a seguir adelante.

Aquello está en la historia de la década kirchnerista, tanto como las dos docenas de veces que el Gobierno meneó el latiguillo de la conspiración destituyente, en cada ocasión en la que la realidad no se acomodaba a sus deseos. De tanto repetirlo, seguro que se lo terminaron creyendo.

La conspiración –si es universal mejor– explica los contratiempos mucho más fácil y con menos costo que un análisis ponderado de los errores que pudieron haberse cometido. Además, es funcional al relato de la epopeya. Fuerzas oscuras complotando contra el destino de grandeza de la Patria y la felicidad del pueblo. Hubo y habrá de esas fuerzas perversas, y demasiadas veces salieron ganando. Pero recurrir a ellas como única explicación a los contratiempos sólo revela pobreza intelectual y facilismo.

Ahora que se suman inflación, inseguridad y elecciones perdidas, el runrún destituyente vuelve a escucharse.

Al kirchnerismo siempre le sedujo imitar a Hugo Chávez. Así, se puede mirar a Venezuela como posible espejo anticipatorio. Allí, el gobierno chavista cabalga una crisis que se refleja en escasez de alimentos y continuos cortes de energía. El presidente Nicolás Maduro acaba de lanzar el 0800-SABOTAJE, una línea telefónica para denunciar conspiraciones y ataques contra los servicios públicos y la economía. Aquí no llegamos a eso. Todavía.

Pero la cantinela de la destitución toma volumen. Basta con escuchar a Luis D’Elía, vocero del pensamiento profundo del sector más duro del oficialismo.

Después de la derrota en las primarias de agosto, y cuando las encuestas empezaron a anticipar una caída mayor en octubre, D’Elía acusó a políticos, banqueros y empresarios como los conjurados de este tiempo, dispuestos a destituir a Cristina “con el argumento de chorra y loca”.

Y muy campante sostuvo que la conspiración esta vez podía venir del lado de las urnas. Algo así como darle carácter golpista a la forma más democrática de expresar la voluntad popular.

La misma Presidenta, desde Twitter el 4 de septiembre, tomó la mención de Mauricio Macri al “círculo rojo” y aprovechó para hablar de “elegante eufemismo de destitución del Gobierno”.

Cristina involucró a “banqueros, dueños de medios, sus loros mediáticos, gurúes económicos, empresarios monopólicos, dirigentes sindicales quema-urnas. O expertos en saqueos, bloqueos y otras yerbas”. Y remató: “ En fin, nada nuevo bajo el sol, una vez más los intentos destituyentes”.

Desde otro ángulo, Daniel Scioli –en una entrevista del diario El Cronista el domingo pasado– declaró que “hay que cuidar al Gobierno”.

Está muy bien lo que dijo Scioli. La cuestión es de quién habría que cuidarlo y quiénes serían los potenciales destituyentes.

Son preguntas pertinentes, si se considera el horizonte de dos años hasta el final del mandato de Cristina. Una larga transición, con un gobierno que saldrá debilitado de la elección de octubre y un país que necesita corregir distorsiones crecientes en la economía, con medidas que pueden ser impopulares y que ningún gobernante quisiera aplicar.

Pero la política ya experimentó que si alguien arma una fiesta demasiado costosa, como hizo Menem en los 90, y después se va sin pagarla, el que llega para sucederlo termina siendo De la Rúa.

Nadie quiere repetir esa historia.

Y todos ansían que sea Cristina quien pague los desajustes de esta década, ejerciendo hasta el último minuto del último día su mandato constitucional.

Pero tanto se habla del asunto que habrá que estar atentos. No sea cosa que la tentación destituyente les agarre a los que una vez ya amagaron con irse, a los que por ahí prefieren envolverse en la bandera de la epopeya inconclusa y denunciar una conspiración de los poderosos favorecida por una sociedad que no los merece.

Y el que venga atrás, que se haga cargo del barullo.