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Cristina Fernández ya está pugnando por no perder también su premio político consuelo.

Enterrada la posibilidad de la re-reelección, huérfana de candidatos atractivos según su paladar, intentará después de octubre consagrarse como la gran electora del peronismo para el 2015. Atesora, en ese sentido, un sueño difícil: emular a Lula Da Silva que, tras dos períodos consecutivos en Brasil, impuso como sucesora a la actual mandataria, Dilma Rousseff, sin que fuera posible oír un chistido en el Partido de los Trabajadores (PT), con el cual había arribado al Planalto.

Las diferencias entre aquel ensayo brasileño y la actualidad en la Argentina resultan abismales. En tren de conjeturar, las aproximaciones más factibles podrían rastrearse, tal vez, en otros puertos. En la década de los 90, cuando Carlos Menem tampoco construyó herencias y dejó transitar a Eduardo Duhalde hacia la derrota.

O también en España, cuando el socialista José Luis Rodríguez Zapatero se enredó mucho en su ideologismo, desatendió la incubación de una severa crisis económica y tendió la alfombra para la llegada del Partido Popular, de la mano de Mariano Rajoy.

El parangón con Lula, mal que le pese al cristinismo, emerge como una utopía. El ex presidente dejó el poder –al cual podría volver en el 2014– con un altísimo nivel de aprobación popular (70% de imagen favorable). Se ocupó mucho antes, además, con la paciencia de un labrador, de prohijar a su delfín. Colocó a Rousseff en un lugar clave de su gabinete (el Ministerio de Energía) en un tiempo en que Brasil descubrió uno de los yacimientos hidrocarburíferos más importantes de su historia. La empinó como jefe de Gabinete no bien las acechanzas de corrupción envolvieron su poder. Ese fue, entre muchas cosas positivas, un punto negro del lulismo. Rousseff hizo mucho esfuerzo desde que se convirtió en Presidenta por mejorar la transparencia de gestión.

Cristina, en cambio, desechó la posibilidad de cualquier construcción política.

Su trayectoria denuncia que nunca esa tarea resultó su lado fuerte. Ese fue siempre un atributo de Néstor Kirchner, hasta su muerte. La Presidenta prefirió ungir a un oportunista, sin tradición política ni pertenencia en el peronismo. Tampoco está claro que Amado Boudou –de él se trata– haya sido pensado como un auténtico heredero. La prioridad fue, sin dudas, un tercer mandato que las primarias de agosto fulminaron. El vicepresidente podía ser, en una emergencia, un dócil dirigente manejado desde las sombras por Cristina.

Erró en todos los frentes del cálculo. Boudou demostró un gran desconocimiento político, como el del pescador que confunde una sardina con una tiburón. Se encargó por otra parte, a diferencia de lo que hizo Rousseff en Brasil, de detonar varios episodios de corrupción que desnudaron, en ese campo, una matriz de toda la década K.

Tiene pendiente el caso Ciccone y la causa por enriquecimiento ilícito. El juez Ariel Lijo, con las pruebas reunidas, estaría en condiciones de procesarlo en ambas. El procesamiento sufrido la semana pasada por Guillermo Moreno, de parte de Claudio Bonadio, por “abuso de autoridad” sería un dato menor en comparación con las acusaciones que pesan sobre el vicepresidente. Pero activó alarmas en el cristinismo. El secretario de Comercio es un hombre fuerte en el sistema de poder, aun en decadencia. Boudou, también en un tobogán, ni siquiera representa eso más allá de la de su cargo.

Tampoco el peronismo se asemeja al PT brasileño. El liderazgo de Lula respondió a su autoridad, a su éxito objetivo y a su capacidad de persuasión intelectual. La conducción de Cristina se ha basado, con exclusividad, en el rigor y el manejo de las cajas del Estado. Frente a la derrota, y aún antes, esas cuestiones fueron puestas en tela de juicio. Existen tres evidencias: la ruptura peronista en Buenos Aires que encarna Sergio Massa con su Frente Renovador; el incesante deslizamiento de dirigentes hacia las filas del intendente de Tigre; el mutismo de la liga de gobernadores pejotistas que esperan inquietos el veredicto final del 27 de octubre para intentar participar o incidir activamente en la sucesión.

El destino del pejotismo en estas circunstancias constituye también un enigma. El PT, más allá de ciertos corcoveos, sigue fiel a Rousseff y lo será todavía más si Lula resuelve apostar a su retorno al Planalto. La experiencia de Massa estaría demostrando una inclinación social a intervenir por afuera de aquellas estructuras, ligada a un nuevo segmento de dirigentes no tan aferrados a las tradiciones políticas. Una insinuación que podría repetirse en otras comarcas. La resurrección de Julio Cobos, a partir de la victoria en Mendoza, tendría poco anclaje en la estructura clásica del partido radical. La vigencia de Hermes Binner (con un reconocimiento nacional que, según las últimas encuestas, ya supera el 25%) también obedecería más a su gestión en Santa Fe y su perfil personal que a la pertenencia al socialismo. El proyecto de Macri respondería a un fenómeno similar.

EL PRO no representa –ni en Capital– una maquinaria parecida a la del PJ o la UCR.

Ese constituiría el mayor desafío para la pretensión presidencial de Daniel Scioli. La atadura del gobernador de Buenos Aires a Cristina pareciera hacer depender su porvenir de la suerte pejotista.

Difícilmente el cristinismo puro esté dispuesto a acompañar su candidatura. Por afuera de esas estructuras, Scioli habría mermado la influencia que poseía. De allí que su convocatoria a internas para dirimir postulaciones tenga ahora poco eco: no sería buen negocio para Massa. El gobernador está frente a un peligro grave: que ante la inevitable declinación y la imposibilidad de edificar una sucesión, Cristina lo deje correr. Como Menem hizo con Duhalde.

En cualquier caso, estaría claro que el tiempo político que se avecinaría en la Argentina tendría escasos puntos de contacto con la década kirchnerista. Por esta presunción sólida es que se podría reparar en el desenlace que correspondió a Rodríguez Zapatero en España. Repasando su última administración se recogerían simetrías llamativas con lo que hizo Cristina, en especial, durante su segundo mandato.

El ex jefe de Gobierno español sancionó la primera ley contra la violencia machista. También el divorcio exprés, que no requiere de razones ni de separación previa. En el catálogo podrían ingresar, además, el matrimonio igualitario, la ley de igualdad de género, la memoria histórica y, a partir del 2007, el cheque de 2.500 euros para las madres de recién nacidos. Como contracara, demoró en reconocer la crisis económica, profundizó el déficit fiscal, incrementó la presión tributaria en pleno estancamiento productivo y transmitió, en los últimos años, una imagen de improvisación constante. Aquellas propuestas progresistas nunca terminaron de compensar los otros graves desarreglos.

Antes de intentar descifrar la identidad sucesoria del 2015 en la Argentina, aún en elaboración, habría que aguardar el epílogo de octubre y los dos años de la transición. Hay una invocación repetida, en ese aspecto, que llama la atención. Scioli insiste con la necesidad de cuidar al Gobierno y a la institucionalidad, como si alguna de esas cosas estuvieran en juego. Se ofrece como supuesta garantía y convoca, por ese motivo, a votar a Martín Insaurralde en Buenos Aires y a los candidatos del FPV. No existen razones externas al cristisnimo para imaginar tal inestabilidad política. Dependerá del sentido común del Gobierno, si es que se confirma la derrota, para que todo transcurra dentro de la precaria normalidad que puede ofrecer nuestro país.

Sabrá algo Scioli que, acaso, no conoce el resto de la política? El gobernador estaría empezando a tomar conciencia tardía sobre algo: la responsabilidades por la presunta caída se volcarían sobre él.

Llegaría el reproche por el giro en torno a la inseguridad. La Cámpora está aguardando ese instante. El diputado Andrés Larroque ya le hizo conocer críticas. El influyente camporista Eduardo De Pedro, también. Scioli sabe que le quedarán dos años de administración con una Legislatura que se le ha dado vuelta en ambas Cámaras a raíz de la irrupción del massismo en las primarias. Buenos Aires podría transformarse luego de octubre en un tembladeral.

A propósito, estarían pensando en el peronismo en ciertas previsiones.

Una tregua explícita, por ejemplo, entre Scioli y Massa que asegure la gobernabilidad.

Al gobernador le acercaron la idea pero se negó a hacer comentarios. Aquella tregua podría asemejarse a una rendición. Massa reclamaría algo a cambio y ya se sabe lo que es: el desmalezamiento de su camino hacia el 2015. Scioli apostó a ese futuro porque, en verdad, no tiene otro. Terminado su segundo mandato, si no fuera aspirante a la Presidencia, podría encontrarse con la jubilación.

Massa también tendría por delante un dilema. Cualquier temblor de la transición podría dificultar su proyecto que requiere, como mínimo, del tiempo que falta hasta el 2015 para convertirse en alternativa. Relee, a propósito, una encuesta de la parva que ocupa su escritorio: más del 75% de los bonaerenses quieren que no existan turbaciones hasta que Cristina se despida.

La Argentina se asoma al final de un ciclo sin una sola certeza acerca de cómo será el otro que debe alumbrar.

Pura incertidumbre, como siempre.