Según Cristina Fernández, en su nueva prosa pobre, los opositores son sólo “suplentes” o “gerentes” de los grupos económicos. Para La Cámpora, luego de las primarias, “la aristocracia brinda con champán”. Al senador K, Aníbal Fernández, los votos de la oposición “le importan un carajo”. Al diputado ultra K, Carlos Kunkel “Massita” (por Sergio Massa) le parece “un vocero de la oligarquía”. Axel Kicillof, el viceministro, es pese a todo “muy optimista” con la marcha de la economía. El Gobierno ha dado, por si hacía falta, otra incomparable demostración de capacidad de negación de la realidad.
No se trata, en verdad, sólo de una negación. El cristinismo inventa imágenes para construir otra, sustituta. La Presidenta eufórica y danzando en el acto de Técnópolis, su primera aparición pública tras la derrota, después de un domingo a la noche de llanto y de un lunes taciturno, apoltronada en un sillón cerca de una ventana por donde se filtraba el sol. Así la observó, preocupado, un visitante que pasó fugazmente por Olivos. Amado Boudou canta cada vez que asoma como si su horizonte estuviera sembrado de flores y esperanzas. Le aguarda en la Justicia el escándalo Ciccone. Mercedes Marcó del Pont, la jefa del Banco Central, y Hernán Lorenzino, el ministro que se quiso ir, recibieron en un seminario a Felisa Miceli con un alboroto pertinente para el economista Joseph Stiglitz o la Premio Nobel, Rigoberta Menchú. La breve ex ministra está en las puertas de un juicio oral por un caso de corrupción. No importa, la cuestión sería proteger a los soldados fieles.
Tanta negación no sería preocupante si respondiera sólo a las perversa exigencia que demasiadas veces plantea la política y el ejercicio del poder. El cristinismo se atrinchera diciendo que lo hace en defensa de las convicciones. Las mismas que lo han llevado a quedarse en las primarias con el escuálido 29% de los votos. En menos de dos años pulverizó la montaña del 54% desde la cual observó el país y rechazó con descalificaciones y soberbia cada una de las advertencias.
El golpe provisorio de las urnas –habrá que esperar octubre– resultó devastador. La simulación y el relato no alcanzan para esconder cierto estado de ruina.
La teoría política que inspiró el filósofo anglo-argentino Ernesto Laclau, en la cual abrevó Cristina, pareciera deshacerse.
El populismo no sirve con el 29% de los votos.
La praxis sobre la confrontación permanente y la división de la sociedad vale sólo si se dispone de una consolidada mayoría. Persistir en esa acción desde la debilidad podría estar trasuntando dos cosas: la necedad o, tal vez también, la búsqueda inconsciente de un suicidio político.
La destrucción de la teoría y el relato sería, finalmente, lo de menos. Hasta ciertas pinceladas podrían ser tomadas con humor, en una sociedad a la cual le hace mucha falta. Los camporistas, por ejemplo, menearon con rencor la victoria de una supuesta aristocracia. El 70% del electorado rechazó al Gobierno. Si aquella descripción fuera cierta, entonces, hasta en el Principado de Mónaco sentirían una fuerte envidia sobre la Argentina. El verdadero problema es de otro tenor: el impacto que acaba de sufrir el poder y el sistema de Cristina.
Su gestión empezó a ser plebiscitada también por dos razones. La Presidenta fue la única responsable del diseño electoral y cargó sobre sus hombros la campaña, en especial en Buenos Aires. Su autoridad está en tela de juicio. La continuidad de su proyecto hace agua. Hasta existirían dudas sobre las atribuciones políticas que podrán quedarle para convertirse, al menos, en la gran electora del peronismo-kirchnerismo en el 2015.
Su núcleo más duro, incluso, ha comenzado a vacilar. La interpretación camporista sobre las primarias fue refutada por algunas voces de la vanguardia intelectual. En los movimientos sociales –Unidos y Organizados– también amanecieron críticas. Además se verifica un desplazamiento en el centro de gravedad del peronismo, sobre todo por lo ocurrido en Buenos Aires. Daniel Scioli parece haber dejado de ser la única opción sucesoria en el PJ para aquellos dirigentes convencidos de que el poskirchnerismo se habría puesto en marcha.
El gobernador de Buenos Aires se ha cristinizado de verdad. No sólo por su nuevo perfil intransigente. También relativizó el valor de los resultados del domingo pasado. Y hasta insinuó cierto espíritu destituyente de la oposición. Nunca se atrevió a balbucear eso cuando Cristina desfinanciaba su provincia. Algunas elucubraciones de Scioli siguen sorprendiendo por su extrema sencillez. Nunca fue un político demasiado elaborado. Pero insistió entre los suyos que acortando en octubre un par de puntos de la ventaja que arrancó Massa retornaría con posibilidades a la carrera presidencial. Por esa razón y ciertas broncas personales, se resistió a conversar con el intendente ganador.
La negación o su obsesión sucesoria, también le estarían impidiendo al gobernador observar la magnitud del panorama posprimarias. Después de la barrida que Massa hizo en el conurbano varios intendentes cristinistas empezaron a adoptar previsiones para octubre. Mario Ishii, el titular de José. C. Paz, tomó distancia del Gobierno de forma brutal (“La gente está enojada con Cristina”, afirmó), porque es así. Otros lo hicieron con diplomacia. El intendente de Tigre está al tanto.
En el sindicalismo K también empezaron a circular los correos inquietantes. Omar Viviani anticipó que “el peronismo estará donde esté la gente”. El titular del gremio de los taxistas es un eximio saltarín. Estuvo abrazado a Hugo Moyano hasta pocas horas antes de que el líder camionero rompiera con Cristina. La necesidad podría volver a juntarlos. Moyano ha dicho que luego de octubre no tendría inconvenientes en dialogar con Massa. Ahora tiene un candidato a diputado –Omar Plaini– en la lista de Francisco De Narváez. Pero posee tendido además un puente familiar: uno de sus hijos, el diputado Facundo, ha venido trabajando en cercanías del intendente de Tigre. El despunte de Massa sacudió incluso más arriba a la estructura peronista. El gobernador de Santa Cruz, Daniel Peralta, le adelantó su adhesión. Lo propio hizo el ex mandatario de Chubut y candidato en las primarias, Mario Das Neves. Hasta el cordobés José de la Sota manifestó condescendencia con el tigrense.
El dilema de Scioli sería también el de muchos gobernadores disciplinados por Cristina. El avance opositor en varias provincias ha dejado a los mandatarios con serias dudas acerca del futuro control de las Legislaturas.
Si en octubre aquella tendencia aumentara entrarían en crisis, tal vez, para administrar sin obstáculos sus territorios, como hasta ahora. Mendoza, a lo mejor, podría constituir un anticipo. Julio Cobos obtuvo allí el 44% de los votos. Pero uno de sus competidores a instancias K –según las mala lenguas–, el ex gobernador radical Roberto Iglesias, estaría decidido a bajar su postulación. Esa jugada engrosaría las arcas electorales del ex vicepresidente y dejaría desguarnecido a Francisco Pérez, un cristinista que soñaba con la re-reelección provincial.
La irrupción de Massa en Buenos Aires no es el único problema que debe afrontar Cristina. Las primarias entregaron otra fotografía novedosa: el afianzamiento de un conglomerado de centro-izquierda, con eje en radicales y socialistas. El radicalismo ha hecho su mejor elección en una década, obteniendo triunfos inéditos en el interior, como en La Rioja. Los socialistas, con Hermes Binner, confirmaron su vigencia en Santa Fe. Elisa Carrió y Pino Solanas no sólo amenazan en Capital el senador K por la minoría: también pondrán a prueba en octubre la vigencia del PRO, sustentado en la elección por la figura fuerte de Gabriela Michetti. La vista de esa centro-izquierda se extiende más allá de octubre. Cobos y Binner se asumen como presidenciables. Pero tercia el senador Ernesto Sanz, arquitecto de varios éxitos provinciales de su partido. Hasta Jorge Aguad, según sea su comportamiento en las legislativas de octubre en Córdoba, podría anotarse en la misma competencia.
El crecimiento de Massa en Buenos Aires y el afianzamiento de la centro-izquierda dependerá de sus aciertos en los 70 días que faltan hasta el 27 de octubre.
Pero también –y mucho– del sesgo que imprima Cristina a ese mismo tránsito.
La ratificación de la candidatura de De Narváez (que obtuvo un 11%) en la Provincia fue vivido con alivio por el Gobierno. Habrá que observar qué grado de fidelidad, al final, terminan poseyendo esos votos. El massimo sacó de sus análisis una primera conclusión: el trazo de los votantes del diputado del PJ disidente empalmaría también con su oferta. Irá, sin dudas, por ellos.
La negación y el enojo inicial de Cristina por la derrota poco ayudarían a la recuperación de sus candidatos. Scioli e Insaurralde empalidecieron cuando en su primera aparición pública la Presidenta embistió contra Massa. Lo eligió como gran contrincante. Una señal contraproducente para todos aquellos ciudadanos bonaerenses que estarían dispuestos a volver a castigarla.
Cristina imaginó en el 2011, cuando ganó la reelección, un futuro que desde el domingo pasado ya no existe.
El escenario político ha comenzado a dar un vuelco. De las correcciones de su mala gestión y de su infortunado estilo, que parecen haber colmado la paciencia social, depende la normalidad de la transición hasta el cierre de su mandato.
Nada más que de eso.